¿Tendré de qué vivir en el futuro? ¿Lograré dejar de trabajar algún día? ¿Qué pasará conmigo si mi cuerpo pierde la fuerza para trabajar? ¿Será que podré tener una vejez sin preocupaciones? Estas son las preguntas que se hacen millones de colombianos hoy: adultos que cada vez se acercan más a la vejez, pero también jóvenes que apenas comienzan su vida laboral.
Todos conocemos al menos una persona que no logró pensionarse. Tal vez porque no alcanzó las semanas mínimas exigidas, o porque nunca tuvo un empleo formal que le permitiera cotizar, y sus ingresos eran tan bajos que no podía aportar por cuenta propia.
Pensionarse es un privilegio —uno de los más costosos en Colombia. Implica no tener un trabajo de subsistencia, no estar en condiciones de pobreza o vulnerabilidad, haber cotizado persistentemente durante décadas, y, sobre todo, haber tenido un trabajo formal. Ese es un lujo que más de la mitad del país no puede permitirse.
Solo 1 de cada 5 colombianos logra pensionarse. La mayoría de quienes lo logran han cotizado sobre al menos un salario mínimo, lo cual excluye al 55% de los trabajadores que hoy ganan menos de eso. Y si a esto sumamos que el 45% de la población ocupada trabaja en la informalidad, muchos en oficios de subsistencia, se hace evidente que las preguntas con las que inicié esta columna representan una realidad compartida por millones.
Si ya para nuestros abuelos era difícil pensionarse —y muchos viven hoy en condiciones sumamente precarias por no haberlo logrado— la situación no ha mejorado. Al contrario.
El chiste de que «moriremos sin pensión» dejó de ser chiste hace mucho. La crisis de natalidad y una pirámide poblacional invertida agravan el problema: cada vez hay más adultos mayores viviendo más años, pero menos jóvenes cotizando para sostener sus pensiones.
El régimen contributivo actual tiene déficits estructurales alarmantes. Financia pensiones elevadas durante décadas con aportes de jóvenes que hoy ingresan a un mercado laboral precario, flexible, sin estabilidad ni garantías, y con serias dudas sobre si alguna vez podrán jubilarse.
Además, el problema no es solamente que el sistema financia “mega pensiones”. Ese argumento, aunque mediático, distrae del verdadero origen del déficit: cómo está diseñado el sistema pensional en Colombia. Tenemos dos regímenes: el de Prima Media (RPM) y el de Ahorro Individual con Solidaridad (RAIS). Y ambos, aunque distintos, comparten una misma falla estructural: no están pensados para un país donde la mayoría de los trabajadores es informal o gana menos de un salario mínimo.
El Régimen de Prima Media, administrado por Colpensiones, funciona con un modelo de reparto. Es decir, los aportes de los trabajadores de hoy se usan para pagar las pensiones de quienes ya se jubilaron. No hay cuentas individuales ni ahorros personales: es un sistema solidario que depende de que muchos coticen constantemente para poder financiar a pocos pensionados. Pero esa base de cotizantes es cada vez más frágil. Hoy, menos del 40% de los ocupados cotiza, y los que lo hacen lo hacen de forma intermitente o por ingresos muy bajos. Esto deja al Estado con un hueco creciente que debe cubrir con recursos públicos.
Por otro lado, el RAIS, que administran los fondos privados, funciona como una cuenta de ahorro individual. Cada trabajador ahorra para su propia pensión. Parece más sostenible en teoría, pero tiene un problema real: la mayoría de los colombianos nunca logra ahorrar lo suficiente. Si no se acumula un monto alto, simplemente no hay pensión: el sistema devuelve lo ahorrado y la persona queda por fuera, sin ingresos en su vejez. Incluso quienes cotizan durante años, si lo hacen sobre el salario mínimo o de manera irregular, tampoco logran alcanzar una pensión completa.
Y como si eso no fuera suficiente, quienes nunca cotizaron ni acceden a una pensión, dependen del régimen subsidiado, como el programa Colombia Mayor, este entrega un subsidio de apenas $80.000 o $90.000 al mes.
La reforma pensional propuesta no parece atacar el problema de fondo. El traslado de quienes ganan más de tres salarios mínimos a un sistema de ahorro individual y mantener a quienes ganan menos en el régimen público no resuelve la base del problema, especialmente cuando solo el 7,5% de los trabajadores formales ganan más de tres salarios mínimos.
¿Es esta reforma una solución para quienes no tienen trabajo formal o viven con ingresos bajos? No. Y lo más preocupante es que perpetúa una bomba social y sanitaria silenciosa.
Lo que está en juego no es solo el derecho a una pensión, sino el futuro de un país que no está preparado para cuidar a sus mayores. La vejez sin ingresos ni cuidados se traduce en adultos mayores con enfermedades crónicas, problemas mentales, dependencia funcional y abandono, sin una red que los sostenga. La sobrecarga al sistema de salud —ya en crisis— será inevitable si no se toman medidas estructurales.
Necesitamos repensar la vejez como un asunto de política pública central: invertir en cuidados, salud preventiva y protección económica no es un lujo, es una urgencia. Porque si seguimos ignorando la precariedad estructural del trabajo y la informalidad creciente, no solo dejaremos a millones sin futuro, sino que terminaremos lamentando algo tan natural como simplemente, envejecer.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/carolina-arrieta/