“No es mi problema”: el gran problema

“No es mi problema”: el gran problema

La globalización está retrocediendo en varios tableros clave: económico, político, migratorio. Amplios sectores la rechazan por las diferentes formas que ha adoptado: una neoliberal, determinada por el llamado consenso de Washington, que ha impuesto a millones de ciudadanos la disciplina fiscal y la movilidad de capitales que hoy muchos culpan del mediocre crecimiento económico y desindustrialización de muchísimas naciones. Otra forma ha sido la de los derechos humanos y el multilateralismo, repudiada por la promoción de ideales de igualdad y respeto a minorías que chocan con las idiosincrasias de muchos pueblos. Un ataque frecuente a esta fuerza integradora señala la ineficiencia y despilfarro de organismos como la ONU, percibidos como débiles e inocuos.  También se han expandido las reclamaciones de defensores del medio ambiente, buscando proteger la biodiversidad frente a la destrucción sistemática de la biodiversidad, atmósfera y océanos del planeta.

Las críticas a la globalización, provenientes de tantos frentes, han creado la sensación de que el aislacionismo es una política inteligente y una opción viable para atacar los problemas de la clase media. No se podría estar más equivocado.

La primera razón por la que el mundo tiene que integrarse es porque los problemas rara vez tienen efectos exclusivamente locales. Así como el comercio y la inversión suelen expandirse a lo largo de la geografía, también lo hacen los éxodos, la contaminación, las epidemias, los grupos criminales, la evasión fiscal y las redes de corrupción.

No hay formula mágica para responder a estos problemas. Todos los grupos humanos son afectados por el mismo problema, pero la solución recae en muchísimos. Más aún, mecanismos descentralizados como el mercado son incapaces de responder a estas situaciones, pues las soluciones suelen radicar en la producción de bienes públicos mundiales que no generan réditos económicos directos (una firma racional en el sentido económico clásico carece de incentivos para incursionar en esta actividad), y requieren de capacidades humanas, administrativas y técnicas que los privados no suelen exhibir. Peor aún, estas soluciones involucran un grado de incentivos positivos (premios y estímulos por un comportamiento deseado) o negativos (sanciones y coerción). La defensa de estos incentivos va más allá de las competencias de los privados.

Irremediablemente volvemos al Estado, tan odiado por corrupto e ineficiente, pero con la capacidad de volcar la sociedad a un proyecto esencial para la vida humana, y no obstante complejo, lleno de matices, y tal vez sin beneficios palpables para algunos sectores, que no habrán de tardar en declararse víctimas, chivos expiatorios de problemas que no son suyos y por los que han de responder.

Si el egoísmo y la falta de sentido de lo público son situaciones difíciles de remontar al interior del Estado, peor será en las relaciones multilaterales. Para muchos ciudadanos en el seno de su país es un atropello y una confiscación de su riqueza la contribución que se les exige con el fin de ayudar a sus conciudadanos. Incluso cuando existe un vínculo identitario como la etnia, la lengua o la religión.

Entre países es mucho peor. El “es problema suyo” se erige como justificación, para negar la ayuda a naciones/individuos fuera de sus fronteras. Si sus gobiernos tomaron malas decisiones, ¿qué tengo que ver yo con ellos? Cuando un gobierno entra en quiebra, ¿por qué tengo que pagar yo los platos rotos de sus malas prácticas? Si millones de migrantes llegan a su país ¿por qué no podemos simplemente deportarlos a todos y cerrar las fronteras? Si el clima está cambiando y la solución pasa por transformar el sistema productivo, lo que es costoso, ¿por qué no cambian los demás, que si son vulnerables a inundaciones, huracanes y sequías?

Esta visión de “no es mi problema” nace en la ignorancia (dejemos a un lado la mala voluntad de tantos). Cualquier análisis serio de los problemas mencionados habrá de mostrar que sus causas son complejas, internacionales, que tocan variadísimos grupos de interés. Esta idiosincrasia no entiende que los autoritarismos y la abdicación en la defensa de la democracia generan refugiados en casa del vecino. Que las economías ilegales se globalizan más rápido y con mayor rentabilidad que cualquier otro negocio en la tierra. Que las zonas de conflicto son caldo de cultivo para nuevas epidemias que se extienden incluso a quienes no participaron en las confrontaciones. Que las islas de basura flotan a la deriva, llegando a playas cuyos pobladores no produjeron tales desechos.

Por último, las soluciones de “no es mi problema” no son soluciones. Cerrar fronteras crea tráfico de personas, guetos de exclusión donde nuevas generaciones, crecidas en la marginación, venderán su lealtad al mejor postor, casi siempre el más inescrupuloso, que agitará la guerra contra las viejas élites. Dejar quebrar a los países genera crisis financieras acompañadas de desempleo y descontento, nuevos éxodos y deterioro en la gobernabilidad. Cortar la ayuda sanitaria genera hambrunas y brotes de enfermedades que a veces no tendrían por qué estar matando personas en el siglo XXI. Y dar la espalda a los éxodos de refugiados generará nuevos odios y nuevas guerras, hasta que los países aislados, confiados en la altura de los muros que les protegen, sucumben ellos mismos a la conflagración que no quisieron apagar.

Las soluciones de “no es mi problema” se parecen a quien, viendo una inundación donde sus vecinos, decide cerrar las puertas, así el agua fluya por sus resquicios.

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