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En mi infancia, mi papá era mi mejor amigo. Nos íbamos a caminar juntos a ver vacas cerca de donde vivíamos, me llevaba a la guardería, pintaba conmigo, me contaba cuentos antes de dormir, me ayudaba a lavarme los dientes. Todas las noches me ponía la cobija y apagaba la luz de mi cuarto, y los sábados me dejaba acompañarlo al trabajo para luego ir a comprar una avena en la panadería de al lado. No había nada que me gustara más que estar con mi papá.
Desde muy pequeña entendí que mi papá, además de ser el mejor del mundo, era diferente a cualquier persona que conociera. Nunca lo he visto con corbata, lleva pantalones camuflados al trabajo, y en vez de imponer una ideología política o una religión, me impuso el respeto por cuanta persona se atraviese en mi camino.
Tuvo el pelo largo hasta hace cinco años, cuando se rapó el día de la cirugía de mi hermanito, y siempre ha tenido barba. Después de llegar de partidos de fútbol, béisbol o softball, se me tiraba encima a restregar su barba en mis cachetes porque sabía que me picaba, y entre risas mías y de él, me abrazaba aunque estuviera sudado. Nunca se perdió un partido de voleibol ni una entrega de notas, aunque tuviera que sacrificar su hora del almuerzo. Y la complicidad con mi mamá siempre ha sido evidente. Toda la vida he querido un amor así de bonito.
Como era de esperarse, le hacía más caso a mi papá que a cualquier otra persona. Siendo él la persona que más admiraba, me enseñó de mil maneras que no debería importarme lo que dicen los demás sobre mí. Me daba ejemplos de cuando había sido diferente, cuando pudo haberse sentido inseguro, pero no lo hizo.
Así fue como me hizo entender que hay muchas de mis características que me iban a hacer sentir extraña: las gafas que tengo desde los tres años, mi estatura de 1.74 metros, la impulsividad, el pensamiento crítico, no poder guardar silencio, la imprudencia (aunque he mejorado), la rebeldía, la pasión con la que hago las cosas. Y claro, mi incapacidad por pretender ser alguien diferente a mí.
Esta semana me han pasado dos cosas que me hacen pensar esta actitud de mi papá desde otro ángulo. Claramente, la opinión de las personas que no me conocen me importa muy poco. Si me importara, creo que no hubiera sido capaz de empezar a escribir en este medio. Y lo que se diga o no se diga de mí, de lo que escribo, publico, digo, hago o dejo de hacer, mi nombre en bocas ajenas, me llega por personas cercanas, aunque no me mueve ni una sola fibra.
Fui escogida como presidenta de la Sociedad Latina en la universidad, y a quien le gané propuso ser co-presidentes. Ante mi rechazo de su propuesta, le dijo a quienes participamos en la sociedad que, si decidíamos tener dos presidentes, había muchísimos beneficios. Aún después de anunciar mi decisión, explicando el por qué decidí rechazar una co-presidencia, se tomó mi criterio como si este no fuera definitivo. Le dije que esto no era debate, yo ya había decidido, y la respuesta era no. Frente a esto dijo que no se sentía tranquilo trabajando bajo mi liderazgo.
Algunos días después, frente a mi decisión de no aceptarle a un hombre su propuesta para salir en una cita, me pidió vernos para discutirlo. No pude evitar preguntarme qué quería discutir. ¿Acaso mi vida y mis decisiones son fuente de discusión pública? ¿Es coincidencia que fueron dos hombres quienes pensaron, en la misma semana, que mis decisiones sobre mi trabajo y mi vida son debatibles?
Por supuesto que no. Miré a mi alrededor y empecé a notar como una a una, las mujeres que conozco sienten que le deben explicaciones a los demás por lo que hacen o dejan de hacer con sus vidas. ¿Por qué decidió estudiar historia si “eso no da plata”?, ¿por qué deciden no usar tacones?, ¿por qué deciden usar cualquier cantidad de maquillaje?
Tenemos el vicio de suponer que las decisiones de las mujeres son debatibles. Criticamos especialmente las decisiones de las mujeres que no conocemos, y creemos tener este derecho porque se nos ha hecho creer que la convicción femenina no es tan sólida como la convicción de los hombres. Si necesito ayuda tomando una decisión, le preguntaré a quienes sé que me pueden ayudar. Pero, ¿por qué se asume que mi decisión no es tan firme como la de un hombre, que hay espacio para cuestionar, que tal vez si me dicen lo correcto cambiaré de opinión?
El diálogo es siempre bienvenido. Por eso existen espacios como No apto. Y claro que tiene que haber espacio para cambiar de opinión, de construir con base en las perspectivas de los otros. Pero hay una línea muy delgada entre un diálogo constructivo y entrometerse en la vida de las otras personas, quienes no están en ninguna obligación de explicar por qué hacen o dejan de hacer.
Es bueno que nos vayamos acostumbrando a que las decisiones de los demás, incluyendo las de las mujeres, no siempre son debatibles, cual plaza pública o juzgado. En mi caso, esta semana fue desgastante tener que reiterar una y otra vez que mis decisiones eran definitivas, que no había nada que pudieran decir que cambiara mi opinión. Y ha sido frustrante también pensar en este contraste: hemos visto que las decisiones de los hombres se toman como definitivas y las de las mujeres son debatibles y moldeables.
Mi papá me enseñó a tener carácter para ser auténtica en una sociedad que me cuestiona, pero nunca pensé que necesitaría ese carácter para darme cuenta de que no le debo explicaciones sobre mi vida a nadie, mucho menos a quienes no son ni mi familia ni mis amigos ni mi pareja. Y aunque el discurso del empoderamiento femenino viene quemado y saturado desde hace varios años, esto también hace parte de que las mujeres tomemos las riendas de nuestra individualidad. Sobre nuestras vidas no le debemos a nadie una explicación, y mucho menos a quienes nos cuestionan porque no nos adaptamos a lo que ellos quieren. Ya no estamos para ser debate público.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/