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No era un paraíso. Medellín estaba lejos de serlo.

La violencia inundaba sus calles y la desigualdad sus esquinas. Sus jóvenes se mataban entre ellos y niños caían cuando traspasaban las llamadas “fronteras invisibles”.

El diálogo social estaba fragmentado, la ciudad no se estaba escuchando.

La zona de ingreso a la Alpujarra, su casa administrativa, estaba llena de premios que se exhibían como tesoros, como muestra de lo que la ciudad creía que era, aunque en realidad no lo era. Los alcaldes se tomaban fotos emocionados con cuanto premio llegaba del exterior. La ciudad había sacado provecho de su historia y la contaba por el mundo, orgullosa de su transformación que no terminaba de verse en las calles.

El tráfico desbordaba la capacidad de sus vías. La intolerancia cobraba vidas. Las mujeres eran violentadas y los jóvenes escogían combos en ausencia de colegios.

Medellín no era una ciudad perfecta, todos lo sabíamos. De eso no se trata esto. No se trata de pensar que antes estábamos bien y que hay que retornar exactamente al mismo punto.

No se trata de que vuelvan los mismos a cometer los errores que ya cometieron, ni de repetir políticas pasadas que agotaron su éxito en el contexto del momento. Lo que se pretende no es borrar los últimos años y hacer como si nada hubiera pasado, sino de entender, precisamente, lo que nos trajo aquí.

Hoy, esta Medellín que ya estaba herida, agoniza en los restos que le quedan, o que la administración de turno le deja.

Se hunde en sus mares de basura, y sus aceras se pierden en los jardines descuidados que invaden el paisaje; sus colegios se caen; sus niños y niñas mueren de hambre; sus calles se llenan cada vez más de prostitución; sus funcionarios se dedican a llenar planillas y planillas de firmas que solo pretenden recolectar datos para las campañas venideras; y su alcalde, llamado a convocar a un diálogo colectivo, investido del poder necesario para asumir las riendas de una ciudad que se precipita, se va de gira por el país, con el único fin de sumar votos para el 2026.

¿Qué nos trajo hasta aquí?, ¿qué nos hizo elegir este ególatra como alcalde?, ¿en qué momento la separación entre todos los sectores sociales se convirtió en nuestra realidad?, ¿cuándo elegimos que la democracia se ejerciera vía Twitter, insultándonos, retándonos, acallándonos?, ¿cuándo nos convertimos en este mar de huecos de asfalto?

Yo no tengo la respuesta, pero sí estoy segura de que este caos no se gestó en estos tres años.

El presente de Medellín no es más que el reflejo de muchos años de mirarnos a nosotros mismos; de autoelogios, de autocomplacencias. La administración actual, de formas cuestionables y de poco fondo, de mucho grito y poca actuación, de desafíos, de violencias en sus tratos, plagada de mentiras, no es más que el fondo de nuestra desgracia, a la que llegamos por no atender lo importante; es nuestro castigo por la falta de autocrítica.

Pero los castigos también se acaban. Y lo único que queda después de tocar fondo, es nadar hacia la superficie.

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