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Un tema recurrente en @noapto es el relacionado con las afectaciones a la salud mental. En estas columnas hay palabras que narran la angustia y otras que expresan, desde la propia vivencia, las alternativas para superar el dolor de la depresión o la ansiedad. Que sea un tema que se reitera, demuestra, entre otras cosas, que tales condiciones no son propias de cierta edad o estrato; no son exclusivas de un género ni se comportan de la misma manera en quienes las padecen.
Demuestra, también, que poner estos temas en la agenda pública es ya buen indicio de recuperación para todos. Ser capaces de poner en palabras aquello que nos atormenta es el principio de la cura. La palabra compartida, sana. Atrevernos, unos y otros, a visibilizar lo que acontece en lo profundo de cada ser es, de cierta manera (con límites, claro está), un tipo de terapia compartida. Es la posibilidad de comprender que no se está solo en medio de la noche.
Y en ese panorama aparece un personaje excepcional en la historia: el acompañante. Quien ve al otro padecer y asume la responsabilidad vital de ser compañero en el dolor. Esos seres ven desde afuera los estragos de las enfermedades mentales y aprenden a reconocer en el mínimo indicio una tormenta. Son capaces de apaciguar las aguas con una mirada tierna, en silencio.
La carga mental de quien acompaña es dramática. Se arriesga, además, a desconocer los límites del propio rol. Se vive en la disyuntiva entre comprender y exigir. Como en cualquier relación humana, quien acompaña también se equivoca, a veces, por exceso de esperanza; otras veces, por miopía. Sin embargo, su presencia es fuente de luz para aquel que, aporreado en el fondo del pozo, busca a ciegas la salida.
Quien acompaña tiene entonces otros retos relacionados con su propio bienestar. En la palabra también radica su fortaleza: terapia, red de apoyo, conversación. Expresar sus propias angustias y buscar las herramientas para que la compañía sea considerada y compasiva. Aprender a interpretar señales de alarma y reconocerse como un ser que también es vulnerable. El acompañante no es un coloso y no tiene que tener respuesta a todo. Su presencia, insisto, incluso en silencio, es suficiente bálsamo ante la desazón.
Tal vez, lo más difícil, es reconocer el propio límite. Saberse compañero implica la responsabilidad de comprender que a veces no se es suficiente. Que hay que acudir a profesionales que ofrezcan herramientas más adecuadas ante cada situación. Asumir, con humildad, que el amor por quien padece, aún siendo infinito, puede ser incompleto. Acompañarnos para vencer el miedo a hablar de estos temas es ya un avance impresionante. Sigamos conversando, seamos acompañantes de acompañantes, no nos ahoguemos en la incertidumbre de no saber qué hacer, porque si nos miramos a los ojos encontraremos la salida.
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