No apta para señoritas: reflexiones inacabadas

No apta para señoritas: reflexiones inacabadas

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La semana pasada participamos en un espacio organizado por  Manuela Restrepo y Salomé Beyer quienes propusieron “conversar sobre el ser hombre o ser mujer en una ciudad como la nuestra”. Una invitación muy pertinente y, sobre todo, como ellas lo plantearon, “un espacio de reflexiones inacabadas”.

La convocatoria tuvo muy buena acogida, sobre todo de personas jóvenes, quienes encontraron un espacio para expresarse con tranquilidad frente a temas sensibles de nuestro contexto. En particular, me llamaron la atención tres comentarios que replanteo en esta columna extendiendo el sentido del conversatorio: plantear discusiones amplias sobre temas profundos.

Infantilizar a las mujeres. Un rasgo común de las estructuras machistas es crear estereotipos de lo que es o debe ser una mujer. Una intención permanente por hacer que encajemos en cuadrículas exactas, de manera que seamos más fácilmente domesticables. Uno de esos estereotipos es considerarnos “menores de edad”, y la expresión más contundentes es, precisamente, referirse a nosotras como “niñas”. Parece un detalle de menor cuantía en medio de luchas gigantes; pero, en lo detalles habita el sentido de las prácticas.

Cuando un hombre se dirige a una mujer, o se refiere a ella, con el apelativo de “niña”, de entrada, está evidenciando una seria asimetría en la relación. Ese discurso no ubica como iguales a los interlocutores, y de paso, da pie para que la conversación sea guiada por “el adulto”, en forma y fondo. No somos niñas, somos mujeres con voz y opinión; no tenemos que pedir permiso para expresarnos, y no estamos esperando que nos den la palabra, como en la escuela.

Los terrenos reconquistados por las mujeres no son pocos, cada vez tenemos más participación en ámbitos políticos, científicos, académicos, organizacionales… Y seguiremos reclamando lo que nos corresponde en todo nivel, por ejemplo, ser tratadas como mujeres, no como niñas.

Discurso del privilegio. Reconozco mi dificultad para asumir como propio algunos discursos que se dispersan como pólvora. Uno de ellos es el discurso culposo del privilegio. Y me cuesta, sobre todo, porque me parece muy limitado. Es decir, se asocia privilegio con capacidad económica, y aunque en buena parte lo segundo es fundamento de lo primero, esta variable no es la única ni la de mayor peso. Seguir creyendo que las realidades sociales tienen como única frontera el dinero es reducir un problema de grandes magnitudes a la realidad de un solo vector.

No es ingenuidad, creo que condiciones económicas estables y favorables generan posibilidades, pero no podemos asumirlo desde la estigmatización, por dos razones: primero, porque tener cierta tranquilidad material no invalida para comprender otras realidades; al contrario, quienes tenemos acceso a conocimiento, reflexión, bienes materiales y cierta estabilidad en una ciudad como esta, tan desigual y violenta, tenemos una exigencia mayor para pensar, denunciar y tratar de mejorar las condiciones de otros. Se trata entonces de proceder con reflexión, capacidad de abstracción y, sobre todo, con acciones solidarias, sensatas y consideradas.

Segundo, porque, insisto, “el privilegio” no tiene una sola variable; hay quienes, por ejemplo, tienen mucho dinero y al mismo tiempo poquísima estabilidad emocional. Para esas personas el privilegiado puedo ser otro, si se analizan variables adicionales como la salud mental, el sentirse acompañado, reconocido o amado.

Para redondear este ítem: privilegio no es sinónimo de condición económica favorable; y al estigmatizar a quienes las tienen estamos reproduciendo las lógicas de división y exclusión de las que tanto nos quejamos. Aquí, además, vale la pena insistir en que a las mujeres aún nos cuesta mucho lograr y mantener autonomía económica; y obtenerla no puede ser motivo de culpa o silenciamiento. Todo lo contrario.

Igualar las dificultades. Creo que ser humano, en todo el sentido de la expresión, es muy difícil. Y esto parece una perogrullada, pero asumirse y relacionarse con otros implica retos diarios significativos, a veces agobiantes, a veces maravillosos. Con este horizonte, creo también y con mayor convicción, que ser mujer es más difícil. Este país es muy violento, muy excluyente y en exceso machista. En el conversatorio, cuando algunos hombres se atrevieron a responder qué era ser hombre en Medellín, me dio la impresión de que en el auditorio reinó cierta equivalencia en las dificultades. Algunos mencionaron que aquí se paga un costo muy alto si siendo hombre no se sabe de fútbol, no se es proveedor, o no se sabe bailar. Reconozco que para los hombres de esta época los retos de relacionamiento sean exigentes, precisamente porque las mujeres cada vez somos más capaces de defender nuestra propia voz; sin embargo, no podemos igualar el “no saber jugar fútbol” con la violencia histórica a la que las mujeres hemos sido sometidas. A nosotras, señores, nos sigue dando miedo caminar por las calles de esta ciudad; nos siguen pagando menos que a los hombres por el mismo cargo; no nos permiten ascender en nuestros trabajos sin poner en duda nuestra inteligencia; cuando no es que comercian con nuestro cuerpo o lo consideran botín de guerra; contra nosotras ejercen fuerza bruta y violencia psicológica; a nosotras nos matan por ser mujeres.

Reivindico la postura de tantos hombres que cada día cuestionan el ejercicio de sus roles; que tienen la capacidad de modificar comportamientos heredados; de quienes asumen sus formar de relacionamiento desde la comprensión, la diferencia, el afecto. Pero señores, falta, falta mucho. 

Como estas son reflexiones inacabadas, preguntémonos primero qué es ser mujer y qué es ser hombre, antes de limitar el territorio, tal vez, desde ahí empecemos a encontrar luz…

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/maria-antonia-rincon/

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