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“Ponderar o alabar exageradamente algo, especialmente propio”. Cacarear. Este verbo parece ser el principio rector de nuestros tiempos. Cuando estudiaba en la facultad, algunos de los altos directivos repetían tal palabra como un mantra. Pensaría uno que la lección era: estudiar comunicación, precisamente, es un ejercicio de cacareo. No es suficiente con hacer bien cualquier actividad, es menester alabarlo exageradamente para que aquella acción tenga sentido.
Hay versiones reelaboradas de lo mismo, como “lo que no se exhibe no se vende”. Ésta salió de la más básica técnica de mercadeo para ubicarse en los discursos cotidiano de otros ámbitos. Ejemplo de eso: alcaldes, políticos, periodistas, influenciadores, publicistas, inversionistas, en fin… La nuestra es una sociedad que privilegia el parecer y requisito de ello es cacarear.
Las redes sociales son el escenario para lo que, ingenuamente, mucho asumen como la democratización del cacareo. Algunos de quienes lograron fortunas exorbitantes en estos medios dicen, sin sonrojarse, que cualquiera puede hacer lo mismo; que, si estos pudieron, cualquiera puede; que solos se necesita tener un celular y conexión. Pero, aunque parece que abundan, los que logran tales niveles de exposición y, por lo tanto, de ganancia, no son tantos en comparación con la cantidad de niños y jóvenes que pretenden hacer de sus publicaciones una renta. El camino de la exhibición no es ni tan fácil ni tan glamuroso.
Lo íntimo y lo privado se diluyen como escenarios del ser. La discreción parece en desuso. Vale lo que se muestra, exageradamente, sin pudor. Pero, allí, en el silencio y la moderación hay mucha potencia para la vida. Asumirlos como parte de la existencia es, hoy por hoy, un acto de resistencia. Se puede sanar en el abrazo de los cercanos sin necesidad de hacer de la autocompasión un negocio de likes. Hay alegrías que le pertenecen a los partícipes de la reunión, no a los seguidores de Instagram. Las actividades laborales no tienen que cacarearse para que parezcan bien hechas.
Uno necesita mostrarse al mundo, sí. Pero, tal vez, primero hay tareas más urgentes: pensarse, hacerse, ser.