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María Antonia Rincón

No apta para señoritas: la rumiación de la empatía

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Participar de la clase, como docente, es un permanente baile entre la vanidad y la búsqueda de sentido. Una constante duda sobre lo que uno hace y dice; la búsqueda de fundamentos para profundizar en algunos temas; y un ejercicio de humildad, muy difícil, para asumir que, en el salón de clases, todos tenemos margen de aprendizaje. Hace poco unas estudiantes de psicología usaron la palabra “rumiación” y yo quedé espantada. Al preguntarles por la palabra me enseñaron que, en su ámbito profesional, este término se refiere al pensamiento que se queda enganchado y dando vueltas y vueltas en la cabeza, de manera repetitiva.

En otra clase, sobre comunicación, el tema era escuchar. Una acción que nos cuesta mucho, pues exige de todos los sentidos, no solo del oído. Poco nos enseñaron a escuchar y este déficit parece hacerse más fuerte en las condiciones actuales: los apabullantes océanos de información, el exceso de estímulos sensoriales; la incapacidad de frenar y la obligación de “estar a la vanguardia” para alcanzar “el éxito”. Frente a semejante panorama, para varios estudiantes la solución fue contundente: la empatía.  

Sin embargo, el uso desmedido de la palabra “empatía” es fuente del debilitamiento del significado. Se dice para todo, pero se practica muy poquito. Esta palabra corrió con la suerte de otras como resiliencia y empoderamiento. Cada una, en sus propios ámbitos y, con el uso preciso, expresa sentidos profundos que, de ser asumidos con la entereza que exigen, harían de la vida una realidad más amble. Sin embargo, ponerlas y repetirlas en los discursos no es sinónimo de vivirlas. Se vuelven huecas, y hasta punzantes, pues de tanto decirlas y tan poco practicarlas terminan por convertirse en alfileres que punzan, pero no sostienen la existencia.

La empatía, a veces, se usa como moneda de transacción y a conveniencia. Se elige quién la “merece”: casi siempre a quien consideramos inferior en alguna dimensión. “El pobrecito” que está allá; aquel de quien “me pongo en sus zapatos” por un segundo para sentir, ingenuamente, que somos muy amables y considerados, al tiempo que damos la espalda y seguimos con nuestros caminos.

La consideración por el otro no es un asunto de diccionario. Es, tal vez, uno de los retos más difícil que tenemos como humanidad. Es una experiencia de doble faz: mientras encontramos quiénes somos en el mundo, cuál es nuestra identidad, también avanzamos en el reconocimiento del otro y de sus circunstancias. Precisamente, ese tránsito de doble vía no es lineal. Es un constante ir y venir entre quién soy yo, quién es el que está al frente, y cómo, a partir de esa relación entre los dos nos fortalecemos. La falsa empatía desajusta esa relación, la hace asimétrica, la merma. La consideración, más allá del discurso, podría abrirnos la posibilidad de encontrar el sentido de la existencia porque nos ayudaría a comprender que nos hacemos seres humanos por y con los otros.

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