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María Antonia Rincón

No apta para señoritas: ella es la belleza

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"Nos enseñó que la música es compañera vital y para todos los momentos. Cuando declama, en cada verso reverberan las emociones adecuadas. Pone aún a nuestra disposición sus palabras y sus oídos."

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Cumple años mi mamá. De ella hay mucho qué decir, pero me da miedo escribir de la madre y del padre porque crecí en un mundo donde los discursos y las palabras bellas hacia alguien se leían el día de su funeral. El temor infantil a la muerte de los papás, sumado al agüero de la relación entre palabra y ausencia, generan un freno difícil de superar. Lo que sigue entonces es un ejercicio contra el temor, es asirme del amor materno para escribir, porque mi mamá no teme.  

“Belleza”. Es un apelativo que usa con frecuencia para saludar a otros y, así mismo, la llaman a ella. Cabe perfectamente ahí. Aprendió muy joven que en la delicadeza habitan maneras cálidas para relacionarse con el mundo. Ella sabe que las formas importan. Es elegante, se comporta con gracia y agradece todo. Y, más allá de lo bello, hay en ella una determinación que conmueve: logra lo impensable sin hacer alarde de nada. Sonríe y avanza. Esa discreta fuerza sigue siendo un tris misteriosa. Poco a poco, voy descubriendo historias no contadas y me sorprendo más de su capacidad para ir de la palabra al mundo, para modificarlo y para enseñarnos que la existencia vale siempre que obremos con sentido de la justicia y la lealtad. Mi mamá no se amilana.

Nos enseñó que la música es compañera vital y para todos los momentos. Cuando declama, en cada verso reverberan las emociones adecuadas. Pone aún a nuestra disposición sus palabras y sus oídos. En cada abrazo nos recuerda que el amor es alegre. Nos crio con la consciencia de que no podría evitarnos las tristezas, y que, al contrario, éstas también son vida. Hace de sus gestos obras de arte.

En su juventud no se hablaba de feminismos, pero ella, muy adelantada, ya ejercía principios de autonomía y libertad. Se supo ciudadana y expresó sus posturas políticas con altura. La primera vez que la vi llorar, o de la que tengo recuerdo, fue cuando mataron a Galán. Ahí comprendí que el duelo no se limita a las circunstancias familiares, que saberse ser humano es asumirse en relación con los otros, considerarse unidos en la experiencia de transitar la vida. Su amor no es solo maternal. Me descresta el reconocimiento de su feminidad también como una decisión política y práctica. Ella tiene conciencia de sí en el mundo y con afecto abre puertas de comprensión. No admite expresiones groseras venidas del machismo y hoy, solo con mirarme, me dice que ser mujer también es una decisión cotidiana que se expresa en los detalles mínimos y en los sentimientos profundos y genuinos.

Muchas de sus capacidades me superan. La juzgo, confío en que cada vez menos, como si mi razonamiento fuera único y verdadero. Me costaba comprender su paciencia y su generosidad; pero ella misma me ubicó. Hizo que comprendiera que la inteligencia y la consideración no tienen que reñir sino alimentarse mutuamente. Me queda mucho por aprender de ella. Entre eso, lo más íntimo es comprender que la muerte no es un acontecimiento lejano y asustador. Ella sabe que vivimos y morimos todos los días. Yo no sé y aún temo. Nos queda el amor.

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