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María Antonia Rincón

No apta para señoritas: de tiempos y anturios

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“Si estás adorando… la sencillez.
es que está andando… la treintañez.

Treintañez, treintañez,
estás andando con rapidez…
Treintañez… ya vas llegando… a cuarentañez”.

La cuarentañez llegó y tararear esa canción de Ana y Jaime es un síntoma clarísimo del tránsito a la vida adulta. Hay otros muy nítidos: cambios en los hábitos de alimentación; cierta economía en la distribución de la energía vital; certeza de no anhelar un millón de nuevos amigos y, al contrario, un amor más profundo por los que ya lo son. La muerte, ahora, no es un tema que aparece eventualmente; las fiestas ya no duran dos días y los fines de semana tienen un tinte de pausa hogareña que se disfruta con algo de sospecha… ¿estamos viejos?

La respuesta no es contundente, un poco sí, un poco no. Y, como en muchos parangones, comparar la vida recién pasada con esta que está empezando es un despropósito. Ahora, entre las nuevas maravillas de la adultez habita un sereno goce que se manifiesta en las expresiones cotidianas con tal belleza que deslumbra. Uno se da cuenta de que la estética no es un asunto del mundo de las ideas, sino que pasa por los sentidos cuando lo mínimo nos conmueve. Y, en el hogar, esas situaciones minúsculas cobran dimensión universal.

Por ejemplo, observar que las hojas del anturio giran buscando la luz es comprender que el sol baila a lo largo del año. Ese cambio de ubicación en el cielo genera pequeñas revoluciones estacionarias en mi casa. Es tiempo de cambiar las matas de lugar para que les llegue la luz, pero no las queme. Habrá que intervenir en los horarios de riego y esperar la luna menguante para los trasplantes correspondientes.

Así, el noble anturio me recuerda todas las mañanas que el tiempo avanza sin nuestra intervención. Me ayuda a tener presente que la vida adulta llega con pequeños detalles que dan consistencia y sentido. Ya sabemos que no habrá un gran acontecimiento que nos dote de felicidad hasta el fin de nuestros días; ahora en la piel del rostro se empieza a notar que las risas y las lágrimas de estos cuarenta años hicieron surcos y quedan como evidencia de que es en el cuidado cotidiano donde habita el amor.

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