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Quienes experimentan la maternidad y la paternidad dicen que nadie enseña ese rol y que el aprendizaje es cotidiano hasta el fin de los días. Pues, en el otro sentido parece que funciona igual: a ser hijo también se aprende. Es otra experiencia cotidiana y tampoco tiene fecha de caducidad. Sin embargo, de este rol poco se habla, tal vez, porque damos por sentado que la responsabilidad, la sabiduría y el afecto solo se expresan de mayores a menores. Puede que uno de los signos de la adultez sea que esa línea se transforme para que de los hijos nos relacionemos con los padres de maneras más sosegadas y compasivas.
Aprendemos a ser hijos al reconocerles en justicia que hicieron por nosotros lo mejor que pudieron dentro de sus condiciones. Ser capaces de comprender que, en últimas, cada uno es hijo único, en el sentido que la experiencia de la madre o del padre con cada crío es compleja y distinta. Hace poco conversaba con mi hermano sobre los papás y fue maravilloso descubrir cómo él y yo tenemos relatos de la crianza tan diferentes. Crecimos en un ambiente relativamente estable y con condiciones socioeconómicas muy parejas, sin embargo, cada uno tiene una perspectiva de la relación en la que sutiles matices de entonces generaron en el largo plazo diferencias muy significativas que se expresan en la adultez.
Ser hijos conscientes también es un proceso doloroso. Nadie nos prepara para asumir la vejez de los padres; para comprender que su deterioro físico y mental implica de quienes los rodean no solo paciencia y afecto. Es decir, además de amor, la vejez de los papás también exige serenidad, bajar los juicios y las exigencias. Retribuir con compasión para ubicar su existencia en las condiciones de su vitalidad. Pedirles que se comporten de otra manera es ingenuo e irrespetuoso. Tal vez, la variable más difícil es encontrar el equilibrio en el que se valore su autonomía y, al mismo tiempo, se les cuide con delicadeza.
No hay edad para la orfandad; no hay mayoría de edad para prever que estaremos solos. Nos queda entonces asumir la adultez en un continuo y novedoso aprendizaje de relacionamiento con los padres. Comprender que en nuestra condición tanto ellos como nosotros somos vulnerables y que, ahora, la responsabilidad, la sabiduría y el afecto también surgen de nosotros hacia ellos. Reconocernos partícipes de historias distintas. Sentir y saber que en el núcleo de este vínculo habita la certeza del amor.