¿Estamos pensando seriamente en una hoja de ruta de seguridad urbana para los próximos cuatro años? Colombia la necesita con urgencia: una estrategia que no se reinvente con cada cambio de gobierno, sino que perdure y se fortalezca con el tiempo. Una hoja de ruta que reconozca que la violencia no es solo un problema de orden público, sino también una barrera estructural para el desarrollo social, económico y democrático del país. Hoy, con menos de un año restante del actual Gobierno Nacional y en vísperas de una nueva elección presidencial, el debate debe ir más allá de los extremos: no se trata de escoger entre más control o solo desarrollo social. Se trata de reconocer que ambos son necesarios. Pero, sobre todo, de entender que ya no podemos seguir improvisando.
Un informe reciente del Banco Interamericano de Desarrollo (Los costos del crimen y la violencia, 2024) presenta cifras que deberían sacudirnos: el crimen le cuesta a Colombia el 3,4% del PIB. Eso equivale a más de 13 billones de pesos al año en gastos públicos, pérdidas privadas y vidas truncadas. Y lo peor es que gastamos mucho para obtener poco. Reforzamos el gasto en la fuerza pública, pero invertimos poco en prevención. Reaccionamos, pero no transformamos. Y nos enfocamos en castigar, pero no en interrumpir los ciclos de violencia.
La violencia no solo deja víctimas, sino que también interrumpe trayectorias, rompe vínculos y limita oportunidades. Cuando matan a un joven en un barrio periférico, no solo se pierde una vida. Se pierde una historia, una inversión educativa, una posibilidad de futuro. Cuando roban en el transporte público, no es solo un delito: es un mensaje de que lo cotidiano ya no es seguro. Y cada peso que se gasta en proteger nuestros espacios cotidianos, como un colegio, una calle o un parque, es un peso menos para construir lo que transforma: salud, educación, confianza.
En general, concebir la seguridad urbana como una política de desarrollo implica tres cambios urgentes. Primero, medir mejor y con mayor transparencia. Ningún plan serio puede diseñarse sin saber cuánto cuesta el crimen por ciudad, qué se está haciendo para reducirlo y cómo se distribuyen esos costos entre diversos sectores. No puede ser que el ciudadano pague dos veces: con sus impuestos y con su propio bolsillo.
Segundo, hacer de la prevención una política de Estado. Hoy, más del 80% del gasto público en seguridad se destina al control. Necesitamos invertir en urbanismo, salud mental, empleo juvenil, sistemas de alerta temprana y educación emocional. Eso no significa dejar de lado el control, sino equilibrarlo con estrategias que corten la raíz del problema.
Y el tercero, superar la fragmentación institucional. En el país de “los mil planes desconectados”, las ciudades no pueden seguir enfrentando solas fenómenos que rebasan sus fronteras. El crimen organizado es móvil; la respuesta no puede ser meramente local. Hace falta una política nacional de seguridad urbana que articule las alcaldías, las gobernaciones, la Fiscalía, la Policía y la sociedad civil. Sin coordinación, la impunidad se pasea tranquila. Más del 75% de la población colombiana vive en áreas urbanas. La seguridad de estas zonas no es una nota al pie: es el corazón de la convivencia y la equidad. Si el próximo gobierno quiere dejar una huella real en materia de seguridad, los hoy candidatos deben empezar por reconocer que no se trata solo de reprimir delitos, sino de disputar el futuro. Y el futuro se construye con datos, con alianzas y con políticas que duren más que una administración.
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