Las elecciones de los Consejos de Juventud nacieron para abrir la puerta que la política tradicional nos cerró siempre a los menores de 28 años: deliberar, incidir y controlar. Pero hoy quiero decirles que en La Guajira, ese ideal se topa con la vieja realidad: maquinarias que se reciclan, operadores que se mimetizan y “adultos responsables” que se quitan la máscara apenas se apagan las cámaras. El resultado es un laboratorio de cooptación: los CMJ como vitrina de poder de los clanes, y no como semillero de ciudadanía participativa.
El 19 de octubre vi, sin metáforas, cómo se traduce esa captura. Llegaron vehículos repletos de muchachos al puesto de votación; no eran transportes cualquiera, eran carros con contrato de transporte escolar de la alcaldía. Vi a un concejal marcando el paso de la fila, dictando nombres y encarrilando el voto “por quién es”. Y lo que no se ve en las fotos se sintió en los pasillos: la plata que empezó a moverse desde la noche anterior, los listados, los mercados rodando en las rancherias, las llamadas, las “recomendaciones” que no admiten réplica. No fue solo instrumentalización de jóvenes: también fueron instrumentalizados jóvenes Wayuu, como si su identidad fuera un recurso político más para exhibir músculo de estructura política en el territorio.
El CMJ fue concebido para formar liderazgo, no clientelas. Lo que presencié es el manual completo de la vieja política aplicado en un espacio juvenil: uso de bienes y contratos públicos para favorecer campañas y partidos; constreñimiento al sufragante operado por autoridades locales; compra indirecta de apoyos; y la normalización del mensaje de fondo: “Aquí se vota como diga nuestra senadora, que es la que manda”. La señal que reciben los jóvenes es devastadora: participar es someterse o quedar por fuera.
A ese cuadro se suma un segundo episodio que retrata el haztazgo del impedimento de la participación participación incidente. Cansados de la deuda del Departamento con su población joven, cientos de muchachos promovieron una segunda papeleta para exigir la política pública departamental de juventudes —una obligación legal postergada por más de tres años—. La movilización fue pacífica, ordenada y masiva: en las urnas aparecieron al rededor de 3.250 papeletas, un dato que, por sí mismo, era noticia y mandato cívico. La respuesta institucional fue borrar el mensaje: delegados de la Registraduría y miembros de la fuerza pública ordenaron desaparecer y romper esas papeletas. Así se “tramita” una expresión democrática en un departamento que les pide a sus jóvenes que crean en las reglas… siempre y cuando no incomoden al poder.
Conviene decirlo sin rodeos: lo que está ocurriendo no son “picardías” de campaña, son prácticas que encajan en el catálogo de delitos y faltas electorales del país. No es normal, no es inevitable y no es aceptable “porque así se ha hecho siempre”. Y cuando las autoridades electorales, en lugar de documentar y preservar evidencia de una manifestación legítima, optan por destruirla, el mensaje es aún más corrosivo: lo que no cabe en el formulario se elimina.
Algunos defenderán que “los jóvenes también hacen política” y que “la movilización es válida de todos los lados”. Nadie niega el derecho de cualquier corriente a disputar votos. El punto es otro: cuando el acceso, el transporte y la orientación del voto dependen de la chequera pública y de la presión de autoridades locales, no hay competencia sino simulacro. Y cuando la institucionalidad invisibiliza una exigencia legal mínima, como lo es contar con política pública de juventudes vigente, el CMJ deja de ser puente y se vuelve adorno.
Hay tres cosas que están en juego: 1. La cultura democrática: Si el primer contacto de un joven con las urnas es ser subido a un bus oficial, alineado por un concejal y recompensado por obedecer, estamos graduando operadores, no ciudadanos. 2. La autonomía indígena y juvenil: Instrumentalizar a jóvenes Wayuu no solo es clientelismo; es un acto de colonialidad política: se toma su presencia para legitimar estructuras ajenas a su deliberación. Y 3. La credibilidad del Estado: Romper 3.250 papeletas simbólicas no elimina el reclamo: deja constancia de que a la administración le incomoda la participación cuando no puede domesticarla.
El dato de las 3.250 papeletas no es un número: es un diagnóstico. Dice que la juventud guajira no está pidiendo favores ni cuotas; está exigiendo lo mínimo que establece la ley: una política pública que reconozca sus problemas, tenga presupuesto y fije soluciones. Si la reacción institucional es triturar papeletas, lo que se tritura es la confianza.
Por eso, este no es un llamado romántico a creernos eso de “grandes por elección”. Es una advertencia: si el Estado permite que los CMJ se conviertan en apéndices territoriales de los clanes, habrá perdido una de las pocas puertas que le quedaban para oxigenar la democracia local. Y si los clanes creen que ya capturaron ese espacio, subestiman a una generación que aprendió a organizarse, a documentar y a convertir su frustración en agenda.
Los jóvenes de La Guajira ya hicieron su parte: se movilizaron, contaron, escribieron y dejaron constancia. Ahora les corresponde a las autoridades: CNE, Procuraduría, Registraduría, y Fiscalia, hacer la suya: investigar, sancionar y reparar. Y a la ciudadanía adulta, al menos, tener el decoro de no profanar un espacio que no fue creado para lucir poder, sino para aprender a ejercerlo con dignidad.
Porque si algo nos enseñó este proceso es que la política tradicional no “entra” a los CMJ: los CMJ quedaron encerrados adentro de la política tradicional. Toca romper ese cerco, con reglas, vigilancia y coraje, o resignarnos a educar otra generación en la obediencia. En La Guajira ya se eligió el camino: 3.250 veces “sí” a la participación incidente y con garantías. Ojalá que el Estado esté a la altura de las demandas juveniles.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/ximena-echavarria/