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Este va a ser el primer diciembre que no paso en Medellín. La primera Navidad por fuera de la ciudad que ha sido mi hogar toda la vida, la primera con tanta incertidumbre. La primera Navidad sabiendo que no voy a ver a mis amigos de la casa, y sabiendo que no tengo ni la más remota idea de cuándo va a ser el día en el que nos volvamos a encontrar en persona.
Esta también es la primera Navidad sin Luiso, mi tío abuelo. Y creo que es el primer diciembre de los muchos que le faltan a mi hermano por vivir desde la perspectiva de un adulto. Es la primera Navidad que le celebraron con un mes y medio de antelación, para que pudiera tener alguna festividad con mis abuelos, mi tía, mis tías abuelas, mis primas segundas.
Recuerdo con claridad cuando diciembre perdió su magia. Fue en el 2013, cuando tenía once años. Ese fue el año en el que paré de molestar a mi prima para que me contara historias, paré de estar expectante de los regalos del Niño Jesús, y le empecé a ayudar a mi mamá a esconderle los regalos a mi hermano. Ese también fue el diciembre que paré de hacer bolas de esperma en el día de las velitas, cuando me paré de poner los jeans “más malitos” porque sabía que no me acercaría a las velas que mi papá y yo antes prendíamos con tanta dedicación.
Va a ser el primer diciembre que no como buñuelos y natilla, ni hojuelas, ni arequipe batido por mi bisabuela. Mi tía abuela canceló por primera vez la celebración anual en su casa, aunque me prometió que cuando volviera a Medellín me iba a cocinar la misma comida que llevo comiendo todos los años. Pero sé que no va a saber igual.
He encontrado, a raíz de todas estas primeras veces decembrinas, que Medellín ya no es mi casa, o por lo menos no del todo. Desde que me fui a estudiar a Edimburgo en el 2021, con cada partida he sentido que dejo menos pedazos del corazón en la sala de espera del aeropuerto. Y con cada beso de despedida he sentido que voy a tener otro en cuestión de unos meses. Mi partida se empezó a ver cada menos apocalíptica y más predecible, normal, rutinaria, añorada.
Sentía un llamado por volver a Edimburgo hasta cuando se realizó mi mayor temor y mi hermano se volvió a enfermar. Quería volver al apartamento que comparto con mis amigas, a una rutina normal, sin imprevistos. De levantarme, ir a clase, hacerme con la seda de dientes todas las noches y lavarme la cara todos los días sin falta. Pero no es una rutina aburridora, porque cada día veo las hojas de los árboles un poco diferentes, las flores menos o más marchitas, el aire más o menos frío, la lluvia más o menos densa. Edimburgo sí se ha convertido en mi casa, pero no del todo.
No escucho mis canciones favoritas en la radio, no me puedo vestir como más me gusta porque me enfermo. Me pongo pálida como un fantasma después de dos semanas de estar aquí, puedo hablar mi idioma con muy pocas personas, tengo que hacer todo sola. Es una vida solitaria, aunque la mayoría del tiempo no me molesta. Claro, paso tiempo con mis amigas, nos reímos o lloramos, vamos a restaurantes cuando la carga académica no está tan horrible, nos tomamos una que otra cerveza, y muy de vez en cuando se nos va la mano con la trasnochada por el chisme del que estamos hablando.
No sé manejar aquí, y todavía no entiendo cómo funcionan las glorietas; la cabrilla de los carros es al lado derecho, y las glorietas se cogen hacia la izquierda. Sé donde queda todo lo que necesito, pero nunca he ido al jardín botánico de Edimburgo, solo he entrado al castillo una vez, y entre más han pasado los meses menos veces he subido al volcán que tanto me gustaba escalar cuando apenas llegue.
Las cosas cambian, y yo también. Pero nunca me imaginé que mi hogar, ese que se siente como mi lugar seguro, un lugar tan mío que es intocable para el resto del mundo no fuera Medellín. Y tampoco me imaginé que no fuera Edimburgo. Es una constante dualidad, entre aquí y allá, entre quien soy aquí y quien soy allá. Lo que me gusta aquí y lo que me gusta allá, la rutina aquí y allá.
Edimburgo ha sido la ciudad de mi vida, mi segunda cuna, y le tengo infinito amor por la Salomé que acogió y moldeó para que fuera mejor. Pero también me pregunto, a veces, si voy a sentirme otra vez como me sentía por Medellín hace tres años.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/