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La soledad es el principio de la unión. Como dijo el poeta Rumi: “Lo que buscas te está buscando”. De la quietud nace el movimiento. La inocencia es lo que hay entre la infancia y el resto de la vida. Un puente que, apenas se cruza, desaparece. Todo tiene origen en su contrario: vivir es estar destinado a morir.

Desde hace años me pregunto por el sentido de la existencia. Pienso en que si todo tiene un final, ¿cuál es el valor de la realidad? ¿Los recuerdos? ¿Lo vivido? ¿Las experiencias acumuladas? Los días pasan, pero sólo se adquiere la noción de ello cuando, al mirar atrás, observamos que nuestra vida ya no es la misma, aunque en ese instante creyéramos que nada cambiaría.

El peso y el paso del tiempo, de pronto, pienso, le dan sentido a vivir. Ver cómo cambiamos, cómo crecemos, las personas que conocemos a las que nunca volvemos a ver y las que permanecen, los lugares que visitamos que desaparecen o evolucionan también con nosotros, las situaciones que nos retan y nos obligan a modificar lo que hacemos y lo que pensamos. El movimiento es el origen y el fin, porque morir también es un acto.

Hace dos meses mi vida cambió. Me partí en dos. Mi cuerpo dio a luz a un ser humano. Desde ese momento entré en otra dimensión. La mujer que era murió cuando el ginecoobstetra dijo: “hay que desembarazar ya”. Ese día nacimos dos. Mi hija y yo. La observo dormir y escribo. Entre cada toma de tetero tengo aproximadamente tres horas en las que puedo hacer otras cosas, obtener un poco de lo que tenía antes de que naciera, sin embargo, nada es igual ya. La medida del tiempo es otra. Mi libertad y la de ella están atadas. Nuestros movimientos, sincronizados. Ella está empezando a vivir, a crecer, a madurar, y yo también de otra manera.

¿Cuántas mujeres he sido en mis treinta y cuatro años? Muchas, no tantas. Hay algo que seré para siempre: mamá. Pienso en todo lo que tuvo que pasar para que ella llegara. Encuentros, decisiones, dudas, conversaciones. Una unión. Dos individuos solitarios que se encontraron y crearon a otro. Qué tan mágico, tan misterioso. Cuando te vas a convertir en mamá todo el mundo te habla del amor y de la alegría. Pocas personas te advierten de los temores nuevos, de la sensación de vulnerabilidad, de que tu vida se va a derrumbar, pero no en un sentido trágico, sino transformador, renovador.

Lo conocido se convierte en un pasado lejano, como si todo lo que habías vivido hasta antes de tener un hijo hubiera sido sólo un ensayo para lo que viene. Pero no es así. Lo vivido, por el contrario, es el material que tienes para darle. Te das cuenta de quién eres realmente cuando miras a los ojos a una criaturita indefensa que te necesita todo el tiempo. Días después comprendes que la inmortalidad existe en esa nueva vida que (ojalá) te enterrará primero.

Muchas mujeres dicen que uno se pierde en la maternidad. A mí me parece todo lo contrario. Es un encuentro con otro ser. Entre mamá e hijo surge algo llamado simbiosis. De los cero a los dos meses el bebé aún no sabe que es un ser aparte de su mamá. Este vínculo es maravilloso y es sano. Por eso hablar de que la maternidad es perderse me parece problemático.

Es una fusión desde la naturaleza misma del origen de la vida. Sí hay renuncias. Hay miedos. Hay confusión y angustia. Algunas mujeres sienten mucha culpa. Sí, todo eso junto con lo maravilloso de ese nacimiento doble de una mujer que se convierte en mamá y un ser humano recién nacido, es un caos, pero es un nuevo camino que, ambos, con su pareja y familias, empiezan a recorrer. No es lineal, como no lo es ninguno. Pero tampoco es un laberinto. Ser madre no es estar perdida. Es estar concentrada en la crianza, en darle todo a quien llegó despojado. La maternidad es una búsqueda de respuestas a preguntas que surgen todos los días. Es el anhelo de querer multiplicarse. 

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/

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