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“Me he extraviado tantas veces que me pregunto si, en el fondo, no buscaré esa inseguridad para poder disfrutar de ese pequeño misterio: no saber dónde me encuentro. (…) «Aquí ya me he perdido antes, así que sé dónde estamos».”
Caminar. Erling Kagge.
Empaco mi casa por segunda vez en un año —la primera fue para un periodo de transición— y compruebo que reunir los objetos que adornan la propia vida lleva siempre a pensar, a mirar en retrospectiva, a sentir una mezcla muy particular entre nostalgia e ilusión.
En el proceso, por momentos evoqué a los millones de refugiados que hay en el mundo, juntando unas pocas cosas en un afán impensable cuando se trata de mover la existencia de un lugar a otro, especialmente cuando la incertidumbre y el dolor son la norma, cuando no se sabe a dónde se va ni si se regresará, así el regreso dibuje la única forma de esperanza.
Recordé algo que leí hace poco sobre la huida de los ucranianos de la región del Donbás de sus hogares: contaba una periodista que lo más común era verlos empacar en bolsas, pues se trataba de familias que no tenían maletas, ya que el viaje no hacía parte de sus costumbres. Dentro de lo que concebían en sus días, en su presente y su futuro, no existía el desplazarse temporalmente a otro lugar.
Cada lectura, cada historia, abre una nueva mirada sobre la complejidad de los distintos grupos humanos. Es bonito imaginar lo que no se concibe. No me imagino mi futuro sin la ilusión de la exploración de territorios desconocidos, así como seguramente a ellos les causa terror abandonar ese bosquejo de lo corriente, lo familiar —sin mencionar el horror de la guerra, que hoy se suma a esa partida obligada.
Pero, volviendo a mi propia mudanza, que esta vez quiero llamar casi definitiva por como anhelo el lugar al que llegué, me reconforta la ligereza que siento al comprobar que con los años —y con el movimiento— pierdo interés en las cosas —estoy dispuesta a tener menos— y multiplico exponencialmente la devoción por la riqueza natural que me rodea, por profundizar el espacio y el tiempo para leer y escribir contemplando el mundo.
Así mismo, en medio del caos, renuncié a cualquier intento de perfección en la organización para el traslado de una vida entera. Hice muchas cosas de un modo distinto al que acostumbro y eso se sintió bien: constatar que siempre hay nuevas formas, que “nada es tan definitivo”, como dijo Ricardo Silva Romero en el podcast Universo No Apto, y eso aplica para lo grande y para lo pequeño.
Lo que relato es simplemente para ilustrar el alivio y la energía que llegan con el movimiento. Seguro a muchos les ha pasado que cuando viajan, al abrir los ojos a media noche o al amanecer, se sienten perdidos, hay unos segundos borrosos en los que se preguntan dónde están. Es una sensación abrumadora y efímera, que da paso a otra de tranquilidad, emoción o también de decepción al palpar la realidad.
Así me ocurre en este momento: solía imaginarme despertando en este nuevo espacio y una especie de adrenalina me recorría por dentro. Hoy despierto y es verdad. La ventana me dibuja el magnolio que sembré y que representa la ilusión de cuidarlo toda la vida, de convertirlo en hogar de pájaros, ardillas e insectos, de contemplar su belleza y reposar bajo su sombra. Y, lo que es más importante, me recuerda constantemente la necesidad vital de contemplar. Como dice Erling Kagge en Caminar, “Siento que el roble nos dice que nunca debemos olvidarnos de mirar”.
Traje conmigo algunos objetos y costumbres de lo que ya es mi pasado y hoy se fusionan con los nuevos, empezando a esbozar esa vida que descubro día a día. El movimiento implica perderse con frecuencia, pero también lleva al descubrimiento, a buscar la luz. Qué más va a ser la felicidad sino sonreír al abrir los ojos cada mañana y comprobar que lo que nos rodea es lo que entendemos como belleza mezclada con libertad.