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Uno de los primeros recuerdos que tengo es ir a ver al cine la película El Rey León de Disney. Es un recuerdo que se mantiene nítido porque lo evoco con frecuencia: vendían crispetas de colores en conos de papel y para entrar a la sala había que atravesar unas cortinas rojas pesadas y empolvadas. La atmósfera es relevante para recordar, pero lo que se quedó grabado como un hierro caliente en la piel de mi alma fue la angustia que sentí en la escena en que Mufasa es atropellado por una manada de ñus y el desconsuelo de Simba al ver morir a su padre.
Según las notas de prensa que encontré la película fue estrenada en Colombia cuando yo tenía dos años, por eso digo que es uno de mis primeros recuerdos. Después de ese episodio me obsesioné con Simba. Hay muchas pruebas de esa obsesión, la primera de mi vida consciente: fotos en las que estoy usando ropa estampada con la cara del personaje, otras en las que de mi cuello cuelga un pequeño león de peluche. La torta de mi cumpleaños número tres estaba decorada con la imagen del cachorro.
Creo que desde pequeña sabía que yo también tendría que ver morir a mi padre y por eso Simba se convirtió en mi talismán. Me aferré a su imagen para que, llegada la hora, supiera que ese era mi destino y pudiera asumirlo con serenidad. Esta es la historia que me cuento. Es un mito más de mi repertorio íntimo. El que me permite hacerle un lugar al momento más doloroso de mi vida.
Escuché decir que las personas viudas están menos predispuestas a la depresión que las divorciadas y que esto ocurre porque es más sencillo construir un “relato consolador” alrededor de la muerte que del fracaso. Celebro mi capacidad de armar relatos consoladores con cualquier insumo: muerte, desamor, tragedia, mala suerte. No importa la razón, mi universo interior es fértil en explicaciones y generoso en palabras para contar las historias que ordenan mi existencia y la hacen más llevadera.
Empecé a escribir este texto antes de que se desatara el más reciente brote de barbarie y lo que había pensado perdió validez: me resisto a pensar que lo que vivimos tenga alguna justificación y que debamos hacerle un lugar en el orden de la humanidad. Que las miles de personas que han muerto y que están siendo torturadas en vivo hacen parte de algún orden con sentido. Lo que estamos presenciando es la renovación de los votos de desconfianza en los otros y no he encontrado ningún relato que pueda consolarme.
¿Qué historia se cuentan los niños que están viendo como colapsa su mundo, los que pierden a sus familias? Que hay unos hombres malos, porque la mayoría son varones, que los odian y quieren hacerlos desaparecer. ¿Podemos pedirles que piensen algo diferente? Tal vez no, pero sí podemos decidir qué relatos sobre lo que significa ser humanos amplificamos. Construir con nuestras mitologías íntimas una sólida simbología colectiva para aprender a vivir juntos. Para tratar de entender la complejidad y no para reducirla y simplificarla.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/valeria-mira/