Todos en algún momento de la vida hemos tenido miedo a perder. Puede que el sentimiento sea más recurrente de lo que pensamos: miedo a perder lo construido, lo obtenido, lo dado, lo preciado. Es un sentimiento instintivo, de supervivencia si se quiere, que intenta retener lo acumulado, lo logrado; pero también es un sentimiento peligroso. Si el miedo a perder es paralizante, lo sabio sería intentar apartarse de él.
“La única cosa a la que debemos temer es al miedo mismo” versa una frase famosa atribuida a F. Roosevelt. El miedo a perder puede ser una atadura que nos impide alzar la mirada y ver otros caminos al horizonte, nos cohíbe abrazar las posibilidades que trae la incertidumbre y no permite que disfrutemos las aventuras de las cosas nuevas. Creemos, equivocadamente, que lo que tenemos es lo que nos corresponde y que soltarlo es casi igual que desprenderse de sí mismo. De lo que no somos conscientes es de que nada nos pertenece: todo cambia, todo acaba y todo puede desprenderse. Nada y cuando digo nada, es nada. Ni siquiera nos pertenecemos a nosotros mismos: somos seres tan volátiles, tan frágiles y tan dependientes que perdernos también es posible. “Todos los hombres debemos enfrentar el dolor del desprendimiento. No hay salida” anotaba Alejandro Gaviria a una prédica de Buddha.
Perder es una condición tan humana que se vuelve imperioso desaprender su miedo. Soltar el miedo a perder nos permitirá abrazar otros miedos: el de la angustia por el futuro incierto, el de la soledad por la compañía abandonada, el del fracaso por la causa no lograda. Pero a diferencia del miedo a perder, estos miedos son la oportunidad del movimiento. El miedo a perder es la victoria de la inacción.
El dolor de pérdida puede ser inevitable. El budismo enseña que, para aspirar a un estado libre de dolor, no hay que tener nada querido en el mundo. Me sería difícil aspirar a eso y por respeto a su milenaria sabiduría, no invitaría a su práctica irresponsable. Pero sí me atrevo a invitar a que soltemos el miedo a perder y acoger con amor otros miedos como consecuencia. También a acoger el dolor que genera. Todo eso será más provechoso para la aventura de la vida que el paralizante y cómodo miedo a perder.
Posdata: Por estos días -y como es común en épocas electorales-, veo a muchos amigos con la desesperanza puesta. Otros están en el borde del vacío del mundo electoral. A todos les digo, -a modo de ejemplo-: no tengan miedo a perder. No dejen que su ego les impida ver caminos más creativos, inspirarse en nuevas posibilidades y si es del caso, deponer sus aspiraciones para hacer acuerdos y así contribuir a un mejor país. El miedo a perder paralizante es paranoico. Hagan el ejercicio de soltarlo y caminen con la ligereza que da la posibilidad de empezar de nuevo.