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Cuando era chiquita, los domingos eran sagrados en mi casa. El papá no tenía que trabajar, la mamá normalmente no tenía que hacer vueltas, y yo no tenía que estudiar. Entonces, hasta después de asumir mi independencia al dormir en mi propia cama, pasábamos los domingos acostados viendo Corazón Valiente, el Chavo del Ocho, o el Chapulín Colorado.
La mañana se transformaba en la tarde, y la tarde en la noche. Pedíamos domicilio, tomábamos Nestea, y comíamos salchichón frío con limón y sal, manjar especial para el papá y para mí. Desde las cinco o seis de la tarde me decían que no podía comer más azúcar, y aunque veía que mi papá se seguía sirviendo el té helado, me decían que no podía hacer lo mismo.
La única pataleta que recuerdo, de muchas que hice, fue esa, cuando tenía cuatro años. Lloré, pataleé, le dije a la mamá que era una bruja porque no me dejaba tomar Nestea, pero sí se lo permitía a mi papá. No me decían nada, porque mi capacidad de razonamiento ha sido algo más bien reciente. Por algo me han dicho cabecidura toda la vida.
Al final me terminé quedando dormida en el piso, aunque al otro día me levanté acobijada en mi cama, con un beso en la frente de cuando el papá salía para el trabajo. Les pedí perdón por cómo había actuado, porque eso me dijo la mamá que debía hacer, pero el resentimiento de la injusticia se quedó en mi pecho. Si mis papás me habían dado el mismo respeto que se daban entre ellos, ¿cómo era posible que yo no pudiera hacer cosas que ellos sí podían hacer?
Claro está, el que mis papás no me dejaran comer más azúcar por la noche no era una injusticia. Era todo lo contrario, lo hacían porque querían que durmiera bien, para que fuera más fácil levantarme al colegio al otro día, para ellos también poder descansar sin que su hija los estuviera molestando por insomnio.
A lo que voy con esta historia es que lo que más me ha molestado en la vida es la injusticia. Aunque suene extraño, ese sentimiento infantil, esos cuestionamientos del por qué yo no puedo hacer algo mientras otros sí, se han expandido a preguntas más grandes.
¿Por qué no puedo caminar por la calle sin sentirme segura, mientras otros lo pueden hacer? ¿Por qué debo medir milimétricamente la ropa que uso para no correr el riesgo de ser morboseada en la calle, mientras para otros ni siquiera es un pensamiento? Es a ese sentimiento, por muy incómodo que sea, que le debo la mayor parte de mi construcción personal, de mis ideas, luchas, aspiraciones y sueños.
Siempre, la noción de la justicia parte de una comparación. Porque es precisamente este ejercicio de saber nuestro lugar en el mundo y contrastarlo con percepciones que tenemos de las vidas ajenas que nos incomodan. En un mundo en el que nos dicen que nos merecemos siempre lo mejor, que hay un Dios que todo lo ve y vela por nuestro bienestar, y que todo pasa por una razón, la injusticia es pujante. O por lo menos, así lo he asumido yo.
Hay injusticias, especialmente las que mi feminismo me ha señalado, que puedo combatir. Hay acciones cuantificables que puedo emprender para mejorar un poco mi propia vida, aunque más importante aún, las vidas de quienes me rodean, de quienes aún no han nacido. Pero hay otras injusticias tan indescriptibles, tan cósmicas, que lo único que nos queda es una muleta en fuerzas divinas. Lo único que nos queda es asumir la injusticia como parte de la vida, y lo único que nos queda por hacer es intentar florecer en medio de tanto dolor.
La primera vez que no pude racionalizar la injusticia fue cuando mi hermano se enfermó. Primero, ¿cómo era posible que el cáncer tocara a un niño de nueve años? Segundo, ¿cómo era posible que ese niño fuera mi hermano, y no el de alguien más? Antes de que parara de creer en Dios, ¿qué me estaba tratando de decir con esto? ¿Será que esta era la manera en la que yo estaba pagando todas las pataletas que les hice a mis papás, los celos que le había tenido a mi hermano?
Ese sentimiento ha permanecido. Una vez superada la primera prueba, con un tumor extraído y un hermano que volvió a aprender a sostener el cuello, gatear, caminar, correr y saltar, volvían las preguntas con cada cita médica de seguimiento. Y cuando uno de esos exámenes les dio razón a mis peores miedos, volvió la sensación de desconsuelo, de culpa, de odio por el mundo y por la existencia misma. En este punto ya había encontrado la escritura, ya había definido quien quería ser, aunque no sé de dónde saque la fuerza para afrontar una situación que más allá de la preocupación, me dolía por lo injusta.
Después de varios meses, de una deconstrucción completa de mis creencias, y en medio de la calma luego de la tormenta, decidí no ver todo con los lentes de la justicia, porque el rol de justiciera de la humanidad me quedó grande. Tengo una sobredosis de empatía, tanto por mi como por otros, que, ante las dudas de justicia, me estanca. No tengo suficiente callo. Y eso está bien.
He decidido parar de ver estos sucesos incuantificables, inexplicables, como una cuestión de justicia. Sabiendo que parte de la comparación, ¿cómo es posible que hubiera deseado que otra persona, cualquier otra, tuviera que enfrentarse a estos desafíos? ¿Qué tan engreída, tan egoísta tengo que ser para desearle este peso a alguien más?
No, no es que Dios nos de las batallas a quienes podamos enfrentarlas. Como les dije, ya no creo en ese señor. El enfrentarlo o no hacerlo es una decisión, así como tener la fuerza o no hacerlo. El concepto inventado, tan humano que es, de la justicia, me quita la fuerza que siento que necesito, entonces la asumiré como lo que es; una herramienta de construcción de realidades tangibles y cuantificables.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/