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Ochenta años. Parecen muchos para el cuerpo y muy poquitos para el amor. Ya se le notan en el caminado, lento; y en los silencios, más largos. El hermano repite, con asombro, “¡ochenta años… o-chen-ta!”. La mamá dice que lo ve de mejor semblante. Y yo quiero convencerme: “no son tantos”. Al final del día, cuando baja la adrenalina de la discreta celebración, lo miro de nuevo y se instala una sensación que duele porque es contradictoria. La alegría compartida porque celebramos la vida del papá; y al mismo tiempo, el temor.
Esas velitas, el ocho y el cero en la torta, le iluminan la sonrisa, como siempre, solo insinuada. Esas mismas velas revelan una cifra que pesa, que advierte. Y uno no es capaz de separar las sensaciones. Se recurre entonces al inventario de emociones para que se sobrepongan al temor. Aparece, en primera fila, la gratitud y, de maneras muy bellas, despeja el ambiente. El agradecimiento porque el papá, sin muchas palabras, nos otorga con el ejemplo algunas de las decisiones más valiosas para nuestra propia adultez.
El papá nos enseñó a vivir en soledad. Y este, para muchos, no sería un aprendizaje para valorar positivamente. Sin embargo, para nosotros trasciende los asuntos logísticos. Vivir en soledad es enfrentar el camino del autoconocimiento que requiere de un corazón honesto y de un ánimo templado. Ser capaz de no encartarse con uno mismo es una capacidad poco enseñada. Hay ahora una increíble tentación en algunos padres por evitar que sus hijos se aburran, por tenerlos en mil clases, por desarrollar aptitudes casi hasta el infinito; en fin, porque se relacionen con otros en función de sus competencias, esto es: los comparan y los presionan para ser los mejores. Mi papá, tal vez sin proponérselo, nos entrega como herencia viva la capacidad de habitar el mundo sin temor a la soledad. Nos demuestra que en el silencio habita otra comprensión de aquello que representa éxito en la sociedad. En su soledad no hay ostentación; hay un genuino interés por darse cuentas a sí mismo de sus capacidades, sin necesidad de ser ante el mundo uno tan distinto al que se es de puertas para adentro.
Aprender a vivir en soledad no significa renunciar al relacionamiento; pero, sí implica hacerse cargo de uno mismo como fundamento para luego entrar en el plural.
El papá nos presentó los instrumentos musicales y los libros. Nos mostró cómo y por qué apreciar esos objetos que se convirtieron en puertas de entrada a vidas más complejas. Puso en nuestras manos maderas transformadas en música y papeles convertidos en historias. Música e historias enriquecen de manera abundante nuestras vivencias.
El papá hoy nos sigue dando ejemplo de cómo la vida no está en el pasado. Él, dentro de sus estrechos márgenes de libertad, tomó decisiones para hacer propia su existencia; sin repetir la vida de sus antepasados; sin imitar la vida de sus contemporáneos. Hoy nos sigue enseñando a desobedecer aquellos códigos que no tienen sentido, a dudar. Creo que él incluso duda de todo lo que nos ha heredado.
Intuyo en él un anhelo inacabado por aprender; cierta curiosidad ante el mundo que se convirtió en nosotros en una maravillosa constante vital. El papá, cada día más silencioso, nos sigue mirando con ternura; nos dice, sin decirlo, que el amor es infinito. ¡Gracias, Pa´!
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