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Nació hace cincuenta y un años en el barrio Novalito de Valledupar. Para entonces, la capital del Cesar no era mucho más que un pueblo grande con menos de 100.000 habitantes. El folclore de la sierra apenas estaba siendo creado por los cantantes de pueblos vecinos que iban y venían bajo el calor incesante de un sol mágico. El viento, que siempre soplaba con más confianza en diciembre, era, junto a la sombra de los palos de mangos, lo único que hacía tolerable el calor del mediodía. Mi mamá nació ahí, en ese lugar mágico, hace cincuenta y un años.

Los andinos, los paisas, recluidos en el clima templado de las alturas, no nacemos con el calor hasta en las entrañas. Aunque se nos conozca por nuestra amabilidad, creo que es difícil entender cómo el calor costeño se entromete hasta lo más profundo de las venas y cría a las personas más amigables y ajenas al concepto de «desconocidos» que han nacido jamás. Con ese calor fue con el que yo me crie, ahora en un valle más verde y menos amarillo. Más montañero y menos caribe, pero con ese amor abismal que los costeños le ponen a la vida, con su mirada también agridulce que plasman en todos sus vallenatos. Fue ese amor, y ese romanticismo por la vida, esa presencia inexorable, esa necesidad de bailar, lo que me regaló mucho de lo que me permite ser feliz en la vida. Un regalo escaso, inesperado, que trabajó todas las mañanas para no hacerme feliz, pero para enseñarme quizás cómo serlo.

El poder de las mamás es único. Son los seres más importantes. De alguna manera, son capaces de acercarse más a nosotros en vida, a pesar de que formamos parte de ellas antes de siquiera nacer. El amor maternal, un sentimiento más puro que el agua de cualquier río, desafía casi siempre las leyes del corazón. Vence cualquier barrera, no importa lo que salga a la superficie. Son muy pocos los corazones maternales que renuncian al espíritu natural de amar sin condición a sus hijos. Sin límite. Por insoportables que a veces sean las mamás, por regañonas que les hayan tocado a algunos, por difíciles de entender que sean en su comportamiento, yo cargo una certeza de que todas esas acciones emanan de un amor profundo. Inconcebible para nosotros, que nunca podremos ser madres.

Siempre recordaré el amor en los almuerzos. Era en las horas largas en las mañanas de los sábados. Ahí mi mamá se levantaba a cocinar una pasta semanal para mi hermana y para mí. Con disciplina, buena música y de vez en cuando (casi siempre) un vino en la mano, disfrutaba la cocina más de lo que me imaginaba posible. Ejercía una paciencia que quizás le regalamos nosotros, desde nuestros caprichos infantiles y nuestras pataletas justificadas por la inmadurez, para esperar con tranquilidad que la salsa para la pasta se redujera a la consistencia perfecta. Nunca aceleraba el proceso, no importa cuánto protestaran los estómagos de los comensales. A veces, si se sentía generosa, nos regalaba un pedacito de pan, pero se enojaba si comíamos demasiado, alegando que robábamos el espacio al festín que se aproximaba.

Siempre recordaré cómo su amor infinito se manifestaba en las fastidiosas llamadas cuando me iba a rumbear con mis amigos. Cómo me escribía con rabia que necesitaba saber a qué horas llegaría. Que no abusara. A mí me irritaba, me robaba la calma y me sacaba de mi parranda. A veces me asustaba, porque al final de la fiesta me iba a tener que enfrentar a su frustración cuando me oyera caminar por el pasillo, tambaleándome por los tragos. Y nunca fue así. Llegaba a la casa tarde, ella oía mis pasos impares, y me pedía ir a darle un beso en la oscuridad. Me abrazaba con profundidad y se volvía a dormir. Sus mensajes molestos venían de ese amor. Lo que le importaba era que volviera a la casa.

La felicidad se lucha. Es costosa, casi siempre. No se llega a ser feliz sin tomar decisiones difíciles, a veces paradójicas. Tampoco se alcanza sin ser infeliz de vez en cuando. Permitirse caer en algo de tristeza es lo único que justifica la tranquilidad que viene después. Ella también me lo mostró. La fortaleza ante las decisiones paradójicas y la tranquilidad que llega cuando se calman las aguas. Cuando se deja el tiempo pasar. Cómo la vida no debe tener mucho sentido para ser feliz en ella.

Con eso y todo, hoy celebro a mi madre con la excusa de su cumpleaños. Cargando el amor que me regaló en la vida. Agradeciéndole por cada sonrisa su calor costeño. Festejando cada lágrima y cada decisión difícil con el entendimiento agridulce de que a veces eso es la vida. Gracias, madre.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/

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