Mi fracasada rebeldía frente a la educación

Mi fracasada rebeldía frente a la educación

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La idea de dedicar mi vida a la educación llegó cuando tenía 14 años. Fue en una de mis sesiones nocturnas de sentarme a ver TED Talks. La daba Sir Ken Robinson, un académico inglés. Se llamaba “¿Los colegios matan la creatividad?”. Yo, un estudiante sin demasiados honores ni particularmente destacado, me identificaba de manera profunda con sus ideas. Planteaba que los colegios, en su necesidad de cuantificar y traer a tierra un concepto tan abstracto y complejo como educar, habían caído en la trampa de sus incentivos. Trabajan por optimizar las notas en vez de profundizar los aprendizajes. Además, la institución formal de la educación parecía rechazar los distintos tipos de excelencia que pueden mostrar los seres humanos. El baile nunca iba ser tan importante como la aritmética. Súmele a esto que es fácil saber si un estudiante sabe multiplicar, pero ¿qué significa evaluar si sabe bailar? Eran ideas que resonaron dentro de mí. Tengo que admitir que también su emisor, Ken Robinson, era un personaje de un carisma espectacular y un humor del que nadie se podía escapar.

Fue una obsesión que me llevó a leerme sus libros, escuchar todas sus conferencias y, sobre todo, cambiar mi actitud todos los días en el colegio. No quería ser un súbdito a esta fábrica de números que suponía asignarnos valor. Una de mis profesoras favoritas se dio cuenta. En vez de sucumbir y esforzarme por hacer todos los trabajos, solo le prestaba atención a los que me causaban interés. Mis notas empeoraron por un rato, y sentí algo de orgullo por ello. Pensaba que iba al colegio a aprender, no a sacar buenas notas. No a demostrarle nada a nadie en un pedazo de papel que salía cada tres meses.

Cuando me di cuenta de que mi comportamiento solo iba a ser detractor de mis oportunidades futuras olvidé mi rebeldía y rechazo al sistema en mis acciones. Prometí mantenerlas en mi cabeza, y esmerarme para algún día poder ser quién lo cambiara. No lo logré. La realidad de un mundo que debe tomar decisiones basadas en papeles me ganó y me encontré tratando de pintarme a través de números y títulos cuando empecé a aplicar a universidades. Me enfoqué en sacar notas altas en cálculo y paré de interesarme en arte o educación física. Descartaba las opciones que me daba mi colegio para estudiar las artes, y tomaba esas clases como los lugares para “ir a tirar relajo”.

Siento, además, que mientras que fui encontrando algo de éxito en el sistema de educación tradicional, mi rebeldía se aplacó. Solo fue ante la frustración de no destacarme que se encendió un fuego que deseaba el cambio. Recordé esto hace unas semanas en la universidad. Después de dos años en el ciclo constante de “estudio, parcial, estudio, final, siguiente materia” me topé contra el terror de la econometría. No entraba en mi cabeza, y en las sesiones de estudio, a pesar de mis mejores esfuerzos, no lograba entenderla. El parcial fue un desastre y me entregó mi peor nota desde que entré a la universidad. El final no fue muy distinto. Ahí fue cuando se volvió a encender mi frustración y mi desdén por estas clasificaciones arbitrarias. ¿Mi valor está en ese número? ¿Mi inteligencia está siendo cuestionada por un pedazo de papel?

Cuando empecé esta columna hace unos meses, traté de recordar que debemos tener mucho cuidado con lo que decidimos venerar. Somos esclavos de nuestras alabanzas. Son lo que inyecta nuestra vida con valor, y nos regala la capacidad de medir nuestro desempeño en la búsqueda del éxito. Algunos escogen la plata, otros la belleza. Otros prefieren el amor del prójimo y alguna gente se contenta con adular la felicidad de sus hijos. “Todos adulamos”, decía David Foster Wallace, como lo recordé en esa columna, “lo único que podemos hacer es escoger qué”.

Llegué, sin darme mucha cuenta, a adular mis notas en la universidad. A inscribirme a cosas para poder añadirlas a mi hoja de vida. En este momento, a pocos meses de graduarme, he vuelto a caer en esos hábitos. Buscando de forma desesperada programas y oportunidades que me den el empujón final para conseguir las prácticas y trabajos que me sueño. Fue la sorpresa del despertar de una rebeldía que algún día había tenido, mientras que buscaba desesperado maneras de exaltarme, lo que se sintió como una paradoja imposible. Recordé la futilidad de esas notas, su incapacidad de capturar realmente lo que es la educación y la buena vida; todo mientras me entregué al realismo de mi dependencia a ellas, tanto para valorarme a mí mismo, como para conseguir lo que sueño.

No sé si quiero dedicar mi vida a la educación. Sir Ken Robinson murió en el 2020, y con él, mi sueño de ir a una de sus conferencias, y quizá, robarle una conversación. Hoy, no sé si quisiera hablar con él y admitirle que me dejé llevar por la ola del sistema. Que mi educación se ha basado, y se seguirá basando, en esos números que no se preocupan por el baile ni el arte, pero sí en la econometría. Que he dejado que esos números simbolicen mis capacidades y hay veces hasta mi valor, como si fueran un freno a lo que puedo llegar a ser. Sería triste admitirle que no fui capaz de conquistar el mundo a mi manera. En cambio, dejé que éste me conquistara a mí.

Ahora trato de prometerme, como lo hice cuando tenía 16 años, que cuando me entreguen mi diploma y abra el próximo capítulo de mi vida, recordaré mi rebeldía. Trataré de evitar que más personas tengan que entender su educación como una tabla de números. Que encontraré una mejor manera de asignarle valor a nuestras capacidades en nuestro sistema educativo. Vamos a ver si esta vez soy capaz de cumplirla.

Otro escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/

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