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La semana pasada, en un impulso apurado, visité mi colegio por primera vez en más de dos años. La última vez que había andado sus corredores era un 12 de marzo del 2020. La pandemia empezaba, y salimos con incertidumbre sobre cuándo volveríamos a estudiar en sus escritorios de madera, o cuándo nos volveríamos a reír en su cafetería de vidrios amplios. La respuesta, como lo sabemos todos, fue nunca.
Mucho se dice de mi colegio. Del Columbus School. De su burbuja atrapante que construye una realidad distorsionada de lo que es vivir en este país, que a pesar de cualquier pronóstico optimista sigue siendo un país pobre. Tan oprimente es la burbuja, y tan indeseada, que mis compañeros egresados han admitido hacer grandes esfuerzos para evitar que en sus universidades se sepa dónde vivieron sus años de educación primaria. No solo porque saben que lo que piensan sus compañeros cambiaría solo por quién otorgó su título de bachillerato, pero también porque saben que vivimos tratando de eludir los comportamientos que una crianza de privilegio extremo nos regaló. Y conocer nuestro pasado, ante casi todos los ojos de los que conocen el colegio, quiebra la ilusión, nos encasilla, y vuelve nuestro privilegio nuestra característica más importante.
Yo fui un estudiante feliz. Recuerdo sus corredores, sus mangas, sus profesores, sus neblinas y sus ladrillos con una nostalgia linda. Pero tampoco puedo ignorar que mi paso por sus anchas y amarillentas aulas no tuvo ciertas repercusiones negativas en mí. Como creo que lo tiene en la mayoría de sus egresados. Cuando me puse a pensarlo, fue casi imposible culpar al cuerpo de profesores, o a la administración, o al currículo de las clases, pues casi todo lo negativo, lo que compone los estereotipos de los “colombollos”, tiene mucho más que ver con sus estudiantes, y, quizá, aún más, con sus padres de familia.
Recuerdo la misión que tenía mi colegio con nosotros, la que proclamaban sin cesar en cada asamblea: crear ciudadanos globales y éticos, que sean agentes de cambio positivo. Y en las clases se veía algo parecido. Los profesores nos inculcaron, desde chiquitos, amor por la naturaleza y respeto a su grandeza. También nos clavaron los seis pilares del carácter de las personas. No era perfecto, hasta yo tuve mis roces con una administración que a veces se sentía rosquera e inconsistente. Pero sus profesionales eran (la mayoría) buenos, con una vocación marcada, que querían la institución y velaban por su éxito.
En los estudiantes, se podía sentir que este propósito por el colegio también existía. Muchos de mis compañeros todavía claman amor por sus años allá. Agradecen los halloweens, los días de las velitas, los sanalejos, los Modelos de Naciones Unidas y los torneos deportivos que celebrábamos cada año. Muchos participamos para que salieran tan bien como lo hacían con una entrega religiosa. Pero no se puede decir lo mismo sobre los sentimientos entre estudiantes, y mucho menos sobre la tolerancia a las diferencias.
Porque eso es lo que más cuesta de mi colegio: salir de su mar monótono. Porque sí hay una fuerza oprimente sobre cómo se debería comportar un estudiante del Columbus School, que me oprimió a mí y escondió partes mías que nunca conocí hasta que llegó el diploma a mi casa y colgué la llamada de Zoom que funcionó como mi grado. Y esa fuerza se extiende sobre cómo nos vestimos, cómo hablamos y, una que se volvió evidente en estas elecciones: lo que pensamos.
Yo recuerdo un momento de las elecciones del 2010 con claridad. Tenía apenas ocho años y desde entonces llegaban mis compañeros hablando de Uribe con casualidad. A mí, mis papás me contaron que iban a votar por Antanas Mockus, y cuando en un recreo llegó la discusión sobre por quién iban a votar los papás de cada uno de nosotros, recuerdo que cuando dije que por Mockus, las caras de mis amigos se retorcieron y por dos meses ostenté el apodo de “mocos”, porque era el único que no se alineaba.
Y aunque con algo de carácter y importaculismo logré encontrar mi propio nicho y ser respetado en mayoría por mis compañeros en los últimos años de colegio, siempre me llamaron raro, o llegué a los gritos con amigos porque criticaba fuertemente a Álvaro Uribe o defendía el proceso de paz.
Yo era de los afortunados, uno de los que dejaban hablar y tenían voz. Pero si alguien se atrevía a tinturarse el pelo azul, o irse sin la sudadera de rayas doradas y blancas, o a hablar inglés sin acento, o vestirse distinto, o romper cualquier molde, las burlas desde las tinieblas acababan con su felicidad y la integración a “la sociedad” se volvía imposible. Porque también era sobre eso: la exclusividad de grupos y, a veces, las sangrientas guerras entre fronteras de amigos que trataban de escalar la ficticia pirámide social. Y los mismos siempre eran los de arriba: que no solo cabían en el estereotipo gringo de los “High Schools” y los populares, pero que también siempre tenían una característica común adicional: eran de derecha.
Esa característica, casi tácita y obvia para todos en la comunidad se puede rastrear a la casa de todos los estudiantes y se manifestó su en un gran escándalo en el colegio hace dos años. Fue cuando echaron a una profesora, básicamente, por pensar distinto. Ella era algo radical en sus visiones, pero nunca usaba sus clases como una plataforma, y siempre justificó y sostuvo sus posiciones con argumentos. Muchos de mis compañeros se quejaban con rabia sobre su currículo de diversidad, equidad e inclusión social. Pero tras una carta de los padres de familia, perdió su trabajo. Más de 800 papás la firmaron pidiendo que fuera despedida después de publicar un tweet en su cuenta personal a favor del paro nacional. A pesar de que critico esta decisión y que mi colegio se haya dejado arrastrar por la cacofonia de rabia que la evocó, también llego a entender que irse encontra de sus clientes principales, que además componen una clase empresarial poderosa e imponente, era casi imposible.
Es allá, donde más encuentro que yacen las visiones radicales y cerradas de mis compañeros. Donde la discusión siempre es la misma, no importa con quien se dé. Donde los argumentos son iguales, como si fuera una receta de cocina para contradecir a los que piensan distinto. Y, también donde se encuentra el desdén, y quizá hasta el miedo por cualquier cosa que sea distinta de los “colombollos”.