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Somos individuos frágiles, pero encontramos la manera de compensar esa condición: la amistad con los otros nos dota de la fortaleza que nos exige esto de vivir cuando sabemos que no somos solo uno sino comunidad.
Nuestros primeros vínculos de amistad, los de la niñez, tienen características de bosque. Hace algunas semanas nos encontramos varias compañeras de bachillerato. Conversar con ellas fue particularmente asombroso: estábamos ahí, cada una rondando los 40 años y, también, acabábamos de cumplir quince. En sus rostros estaban las mismas sonrisas, los ritmos de la voz intactos. Las raíces de esas relaciones, unas más profundas que otras, permanecen y nos dan piso en el origen; al tiempo que cada una, como árbol, creció y se extendió según sus propias circunstancias. La luz del sol fue muy distinta para todas y, sin embargo, ahí estábamos sentadas, riéndonos, con la belleza que da el recuerdo.
La amistad adulta parece cielo. Con los amigos entramos en la noche, profunda y silenciosa; la oscuridad de nuestra existencia se nos muestra también bella y creadora porque la amistad nos dota de certeza. Sentimos y sabemos que, de su mano, todo estará bien. Los amigos también son luz. Nos abren los ojos y nos muestran que el horizonte es más grande de lo que pensábamos. Los amigos de la adultez nos ubican, nos muestran los puntos cardinales; a veces, son guía, a veces son destino, a veces son impulso; a veces son noche, a veces son día.
La amistad es belleza. Y una de sus mayores virtudes es mostrarnos el mundo con armonía. Con los amigos el dolor cicatriza. La solidaridad no se vuelve transacción pues sabemos que damos y recibimos, pero, sobre todo, aprendemos que ese baile no es sincrónico porque aquello que ofrecemos no regresará según nuestros tiempos o proporciones. La amistad, desnuda de egos, es compasiva y multiplicadora. Con los amigos la vida nos conmueve. No hay reglas de tiempo ni de espacio porque la amistad rompe con las leyes de la razón. La amistad es bosque, es cielo, es belleza.