En el corazón de Putumayo, donde la economía cocalera ha marcado el pulso de la vida social y política, se vive hoy una crisis que impacta profundamente lo cotidiano. El reciente informe de la Fundación Ideas para la Paz (FIP) expone con rigor y detalle, cómo en este departamento la sobreoferta de coca y la caída abrupta en sus precios han afectado de manera directa un mercado que, históricamente, sustentó no sólo ingresos sino también dinámicas de poder y relaciones sociales en la región.
La transformación del mercado cocalero (reflejada en la intermitencia en la compra, la exigencia de mayores estándares de calidad y la pérdida de rentabilidad para los cultivos) no puede entenderse aisladamente. Se trata de un fenómeno que se alimenta principalmente de la reconfiguración de actores armados, quienes han pasado de ejercer roles subsidiarios a controlar de forma casi absoluta la producción y comercialización. Esto ha generado un escenario de doble filo: por un lado, se refuerza la hegemonía criminal que impone reglas a sangre y fuego; y, por el otro, se debilitan los canales de diálogo y participación ciudadana que son indispensables para la sustitución de cultivos.
El Estado, así como sucede en otras partes del país, ha mostrado una respuesta fragmentada y desconectada de las realidades del territorio. Las políticas de erradicación y el despliegue de estrategias como el Plan Nacional de Sustitución de Cultivos (PNIS) se han traducido en la práctica en intervenciones puntuales que poco han contribuido a romper el círculo de dependencia y violencia. La falta de coordinación entre los diversos niveles de gobierno y la ausencia de un monitoreo constante de la dinámica cocalera han dejado un vacío que, lejos de mitigar el problema, profundiza las brechas entre el Estado y las comunidades afectadas.
No obstante, en medio de esta coyuntura crítica se abre una ventana de oportunidad para repensar la intervención estatal y la construcción de un modelo alternativo de desarrollo. Es imperativo que el Estado articule políticas públicas que no se limiten a la erradicación o a la interdicción, sino que se orienten hacia el fortalecimiento de proyectos productivos sostenibles y de desarrollo territorial que realmente respondan a las necesidades de las comunidades. La integración de programas de educación, salud y desarrollo agropecuario, articulados en un modelo participativo, podría marcar el inicio de una transformación profunda del territorio.
La seguridad y la convivencia no se pueden reducir a la mera ausencia de violencia; requieren, sobre todo, de un tejido social fortalecido por la justicia, la inclusión y el respeto por la diversidad de formas de vida. La crisis de la coca en Putumayo es un llamado urgente a repensar ese tejido, a cuestionar las lógicas que han perpetuado economías ilícitas y a apostar por intervenciones que reconozcan la complejidad de un conflicto que, hoy más que nunca, exige respuestas integrales y coordinadas.
En definitiva, el desafío que plantea la crisis cocalera en Putumayo es, en esencia, una amenaza a la vida. Si se desea avanzar hacia una sociedad más segura y equitativa, es necesario intervenir las causas estructurales que han llevado a este escenario. Solo a través del diálogo, la participación activa de las comunidades y una acción estatal coherente y sostenida se podrá transformar un territorio marcado por la incertidumbre en un espacio donde la seguridad y la convivencia sean la base del desarrollo.
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