Memoria, pero esperanza

Memoria, pero esperanza

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“El suelo ucranio ya está sembrado de proyectiles y cohetes, muchos de ellos plantados en lo más profundo de la tierra. Durante mucho tiempo habrá alguna que otra explosión que nos recordará esta guerra.”

Andrei Kurkov.

Hay que aferrarse a la esperanza, pero no olvidar el horror. No pasemos la página de la guerra en Ucrania, que sigue ahí, así ya no sea novedad. Que nuestra mirada desviada no se convierta en la prueba de que nos acostumbramos a todo, de que en cada nueva monstruosidad hacemos del horror la normalidad.

Para grabar en el corazón —que es lo que nos ayuda a actuar, a intentar cambiar— están las historias, porque con ellas nombramos a las personas y las familias y los lugares, hacemos el esfuerzo de imaginar —creamos imágenes— y así nos acercamos a los ucranianos, entendemos que somos los mismos y entonces duele más, es más posible resonar, ser una sola humanidad.

Leí, por ejemplo, al escritor ucraniano Andrei Kurkov, sobre Tosha, el gallo de una mujer de 85 años que dijo que no podría vivir sin él y accedió a evacuar su casa y su pueblo cerca de la destruida ciudad de Mariupol solo porque le permitieron llevárselo: “¡Sobrevivimos juntos bajo las bombas rusas! ¡Los dos pasamos semanas sin nada que comer! ¿Cómo voy a dejarlo?”

Tosha se hizo famoso porque se convirtió en el cantante que despertaba a las cuatro de la madrugada a los refugiados en sus lugares nocturnos de paso, pero es también un símbolo de las maneras diversas en las que las personas nos aferramos a la esperanza, así como esta señora que, al soltar su hogar, agarró fuerte a su gallo en los trayectos de autobús para que no se le fuera a desprender.

En tiempos en los que el ser humano es el monstruo, los animales y la naturaleza son aún más fuertes como promesa de un futuro en el que sigan existiendo la belleza y el amor. Cuenta también el escritor sobre el florecimiento de la siembra, en un intento de permanecer y de aprovechar los terrenos libres de muerte para inyectar vida: “Los aldeanos ya han plantado patatas. Ahora están plantando cebollas. Pronto sembrarán zanahorias y remolachas. Donde no hay guerra se oye el ruido de los tractores por todas partes. Hay una actividad frenética de siembra”.

Él, que está lejos de casa, dice con melancolía que les pide a sus vecinos que al menos le manden fotos de sus perros y gatos, a quienes cree que alimentan mejor que a ellos mismos, como una forma de conservar el lazo con los lugares en los que un día, hace tan poco, fue feliz.

La semana pasada vi la fotografía de un hombre inconsciente en la cama de un hospital, junto a una ventana. Sobre la sábana que lo cubría había una paloma. El hombre llevaba 23 días allí y nadie lo había visitado, a excepción de esta paloma que iba día de por medio y lo acompañaba un par de horas posada sobre su cuerpo. Investigaron y descubrieron que el señor alimentaba a las palomas en una plaza cerca de aquel hospital. Los lazos invisibles, las historias, que lo cambian todo.

El amor tiene muchas formas y es una fuerza difícil de asimilar. El amor es la esperanza. Por eso es que los refugiados, así sean conscientes del dolor que ha impregnado el que ha sido su hogar, sueñan con regresar. “…Siguen volviendo atrás la mirada, física o emocional. Quieren volver a casa aunque su casa haya dejado de existir”, dice Andrei Kurkov. Acariciamos las raíces como una manera de sentirnos parte legítima de este mundo que a veces es tan duro, y también para contemplar de nuevo las imágenes que nos han permitido entender la felicidad.

Hoy cumple años mi compañero de vida y lo celebro en esta columna por ser mi esperanza, mi luz cuando se oscurece el paisaje. Hay que perseguir el amor, siempre, porque es el que nos aleja de la monstruosidad. Quien perpetúa el horror ha dejado de creer en el amor, ha dejado de tener un motivo para regresar, le ha ganado el recuerdo del horror.

“Yo estoy lejos de casa, lejos de esas semillas. Pero algún día, espero que pronto, yo también plantaré pimientos en el jardín que rodea mi casa del pueblo”, dice el escritor. Hay que imaginar siempre un próximo jardín por sembrar, así la tierra que removamos esté llena de espinas.

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