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“Sé bien que todo amor está amenazado —que todo lo está—“.
Emmanuel Carrére
Todos estamos en la cuerda floja. No en cualquiera. En la misma que nos sostiene a todos. Por la que caminamos los seres vivos. Sin discriminación. Somos vulnerables todo el tiempo, aunque ahora se haya puesto de moda decir “Me muestro vulnerable”, como si la condición humana fuera una novedad. Quien tenga un mínimo de consciencia y no viva en piloto automático lo sabe. No hay que mostrarlo.
Nadie está libre de nada. Ni de la desgracia ni de la dicha. Estamos a un tropezón de caernos al piso, de resbalarnos en la ducha, de colisionar con otro carro. Estamos a un instante de sentir un dolor desconocido, de contagiarnos de algún virus, de coger alguna bacteria o enfermedad. También de ganarnos la lotería, un premio por algún descubrimiento, de conocer a una persona que nos cambie la vida, de realizar un viaje soñado. Nos mantenemos al filo de la muerte. Lo sabemos, pero es imposible vivir pensándolo. Por eso hacemos planes a futuro, creemos que podemos comprar tiempo y postergamos lo importante para después. ¿Y si no hay después?
La primera vez que padecí este huracán de pensamientos tenía diecisiete años. Me desperté una noche a las tres de la mañana y, en medio de la oscuridad, cuando cerré de nuevo los ojos para volverme a dormir, apareció, como una frase en un telepromter, lo siguiente: dentro de cien años ni tú ni nadie que conozcas estará vivo. Era mi propia voz que parecía desconocida diciéndome lo inminente. Me vi frágil, indefensa, minúscula. Me asustó, no solo la revelación de la certeza, sino también el porqué de ese anuncio intempestivo en mi cabeza. Sentí la soledad apabullante dentro de mí, como si hubiera caído a un agujero negro.
Durante muchos años me desperté de madrugada con ese pensamiento y una sensación de vacío. Una vulnerabilidad que estaba afuera de mí, pero me atravesaba, y sabía que nada ni nadie podía protegerme de ella. No hay forma de escudarse ante lo inevitable ni de eludir lo que algún día llegará. Pero entre ese final está la vida, todo lo que ocurre es lo posible y lo real, lo verdadero, lo único a lo que podemos aferrarnos. Y me asaltaba también la duda de para qué me servía pensar en eso, qué sentido tenía recordarme mi mortalidad y la de otros constantemente.
Hoy entiendo que esa revelación temprana me ha permitido navegar en los mares furiosos de la emoción para darles a cada una un reconocimiento, un valor, un lugar. Ese mensaje fantasmal que llega cuando quiere ha sido el recordatorio de que nada es definitivo y me ha ayudado a salir de esos caminos escarpados en los que me he perdido creyendo que no hay salida. Esa premisa me ha hecho aferrarme a los placeres sin culpa, sorprenderme sin vergüenza por lo ordinario —que no es lo vulgar, sino lo esencial— agradecer por mi rutina cotidiana y por lo simple y lo bello y, por supuesto, por lo magnífico y lo exuberante también. Conmoverme ante el dolor y sentirlo sabiendo que es pasajero y que, si no me caigo antes de la cuerda, podré vivir para superarlo, para sanarlo, para contarlo.
Saber que algún día voy a morir, aunque suene paradójico, es lo que más me impulsa a vivir. Porque únicamente la muerte es lo que le da sentido a la vida, y sólo el creer que después de ella vendrá algo, otra cosa, innombrable y desconocida, únicamente esa creencia sin ninguna prueba, ese acto de fe es lo que nos permite soportarla. La de los otros, claro, pero la muerte, al fin y al cabo.
Y lo mejor de todo —porque este texto parece tenebroso y melancólico, pero no lo es— es que se pueden vivir muchas vidas en una sola, se puede habitar el cuerpo de distintas formas y sentir las experiencias a través de él para formar un lienzo propio con trazos de otros. Por eso me he aferrado a los libros, he llorado con personajes que no existen porque ellos soy yo. He tratado de vivir con la curiosidad despierta, con ese anhelo de saber más, conocer más, leer más, viajar más, sentir más sin temor. Pero morir, eso solo pasa una vez.
La constatación de que todo lo que he visto, veo y veré tendrá un fin es para mí hacer las paces con ese tránsito inevitable. Es conocer y entender la humildad. Ser humilde no es despojarse de lo material, ni ser condescendiente con las virtudes o los talentos, no es modestia ante lo que se debe exaltar. Ser humilde es no creerse inmortal.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/