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Es difícil encontrar una sociedad que no tenga élites. En casi todos los sistemas políticos y económicos se han reproducido. Algunos podrían decir que es posible una sociedad que no las tenga, una organización política que no dependa de que unos pocos controlen el poder al menos momentáneamente, que ese es un ideal político posible. Más allá de esto, desde el nacimiento del estado moderno es difícil encontrar una sociedad compleja que no las haya generado. Aparentemente la ley de hierro de las oligarquías que propuso Robert Michels es cierta. Parece que tenía razón cuando aseguraba que cualquier régimen político, sea una autocracia o una democracia, deriva en un grupo reducido que controla el poder. La pregunta entonces, ante esta aparente inevitabilidad de la concentración del poder, es por el tipo de oligarquías, por el tipo de élites.
Si tomamos como cierta la ley de Michels podríamos acordar entonces que toda organización política compleja ha generado élites. Partiendo de esta premisa, la diferencia ha estado en el modo en que se han comportado: unas se han preocupado por la alfabetización, por la garantía de vivienda, por el acceso universal a la salud y la educación, por la pobreza, por la desigualdad. Otras, han utilizado al estado para generar beneficios de nicho. Han sido rentistas y han cooptado la administración pública para su favor. Piensan que un país es solo ellos, ellas y sus amigos. Que un estado principalmente debe velar por los intereses de su clase social.
Buena parte de la élite en Colombia ha sido mezquina con los intereses colectivos. Famosas son las historias del trazado del ferrocarril que pasaba por las fincas de aquellos que concentraban el poder político y económico, y no por las rutas que conectaban al país con la productividad. Al ser una élite principalmente terrateniente, esto es, que su riqueza y poder dependen de la tenencia de la tierra, muchos de ellos han evitado, por ejemplo, la implementación de una reforma agraria necesaria desde hace décadas. La mayoría de los países industrializados, prósperos económicamente, resolvieron esto hace más de 70 años. Algunos más rezagados empezaron a serlo luego de solucionar la cuestión agraria. Un sector de la élite terrateniente colombiana se ha opuesto sistemáticamente a reformar el campo y la posesión de la tierra, ha evitado a toda costa perder un poco de su poder, uno de los principios de toda democracia.
No veo posible que este país sea menos injusto sin una élite comprometida con la reducción de la pobreza, con la redistribución de la riqueza, con la mejora de las condiciones de vida, con una altura moral que se corresponda con la sociedad en la que viven. Muchas de las reformas sociales importantes que se han hecho en este país han contado con su participación. Sin embargo, pareciera que el pulso lo están ganado quienes promueven la concentración de la riqueza y el poder a costa de la mayoría de la población.
Esto no es, como casi siempre pasa, una característica exclusiva de Colombia. Emmanuel Saez y Gabriel Zucman, profesores del departamento de economía de Berkeley, cuentan en su libro “El triunfo de la injusticia” que, en 2018, gracias al plan fiscal de Donald Trump, las 400 familias más ricas de Estados Unidos pagaron menos impuestos que la clase trabajadora y los pobres. El asunto no es solo atribuible a Trump. En Estados Unidos desde hace varias décadas hay numerosas reducciones de impuestos a los más adinerados. Hay una élite política y económica que bajo el argumento de las Tickle down economics o la falacia de las políticas del efecto derrame, están más preocupadas por concentrar cada vez más su riqueza y menos por la suerte de la mayoría de la población.
Necesitamos en la dirección de Colombia más personas cuya motivación no solo sea la salvaguarda de sus intereses económicos. Ante lo inevitable de la concentración del poder, de la ley de hierro de las oligarquías, necesitamos una élite que se encuentre, toda, en su compromiso moral con el país que dirige. Necesitamos menos élites rentistas y extractivistas, y más élites responsables de la injusticia de su país. Y esto no es una cuestión sólo moral es también pragmática. Una sociedad cuyo ideal sea la reproducción de “instituciones extractivistas”, cuyo camino sea la concentración de recursos, es una que tarde que temprano será inviable.