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Javier Peña no sabe que he oído tres veces Tinta invisible, el episodio especial de Grandes infelices, ad portas de que se lance el libro suyo que lleva este mismo título y de que se estrene la quinta temporada del podcast. 

No sabe que desde que conozco esta serie sobre la vida de los escritores, una vez se me terminan los episodios me quedo en una orfandad de semanas enteras y que para evitarla, taso la escucha de cada historia de la misma manera en que un niño es capaz de alargar la duración de un helado, sacando nomás la puntica de la lengua y lamiendo de a poquitos. La pura eternidad.

Pero el caso no es ese. El caso es que estoy a punto de empezar un Máster en Narrativa a la edad en la que los títulos ya no importan. Ni la proyección laboral: a los 45 años, con suerte (y yo la tengo), tal es un asunto que va rodando sin empujarlo mucho, pero no puede detenerse para estudiar a las anchas.

Entonces uno podría decir (yo me lo digo) que la iniciativa emprendedora carece de sentido si se tienen dos hijos, un marido, tres perros y un trabajo en los cuales prosperar, y sin que al final se prometa más que el inicio de un albur, que es el camino de ser escritora.

Sin embargo, como si me hubiera convertido en un punto visible para las casualidades, me llovieron razones para justificar la locura.

Una de ellas la encontré en el episodio que les cuento, con la historia de Umberto Eco y El conde de Montecristo. Resulta que la novela de Dumas marcó la vida del escritor, era una de las que no podía parar de leer, a pesar de estar llena de imperfecciones: diálogos torpes, emociones mal descritas, lugares comunes.

Un día Eco se propuso mejorarla, para que se convirtiera en la obra que merecía ser. Pero, dice Peña, pocas páginas más tarde descubrió que era inútil, porque corregir la novela era dañarla: si la convertía en una mejor obra literaria le cortaba los tentáculos que atrapaban al lector para no soltarlo.

Arreglarle los defectos, digo yo, era callar su canto de sirenas. Y con eso paso a la otra historia de la que habla Peña, la del marinero Butes, que encontró en un libro de Pascal Quignard, con el mismo nombre. 

Iba en un barco, de regreso a Grecia, en tiempos de la mitología, cuando la tripulación se topó con el embrujo de las sirenas. Ulises se había hecho amarrar de pies y manos al mástil del barco, y pudo sobrevivir; Orfeo sacó el arpa y se puso a tocar, se distrajo y se salvó. Butes, en cambio, se lanzó al mar preso de tal encanto irracional.

Tinta invisible me ayudó a entender que no se necesitan razones explicables para lanzarse de cabeza a la aventura de los libros. Y eso es lo bueno. 

La otra razón la encontré en una noticia de esas que pesca mi amigo Mario: en el barrio Prati, de Roma, atraparon a un ladrón que pretendía robar en una casa pero se distrajo leyendo. Lo pilló el dueño recostado en la cama y la Policía lo detuvo con un libro de Giovanni Nucci en la mano: Dioses a las seis. La Ilíada a la hora del cóctel.

Siempre valdrá la pena volcarse a aquello capaz de despertar la curiosidad hasta el punto de hacerle perder el hilo a una fechoría. 

Y la última, me la topé en una noticia de El País en la que se reporta el éxito que están teniendo en Nueva York las fiestas de libros: gente que compra boleta para asistir a un bar, con o sin cobija, pero con libro en la mano, a tomarse un trago y a leer. Van 150 fiestas y a la próxima esperan más de dos mil personas. Los fundadores de Reading Rythms prometen extender los eventos a Los Ángeles, Londres y Roma.

Una página disfrutada, recién leída, siempre será un buen pretexto para iniciar una conversación. Esa sensación de saliva en la boca, que obliga a cerrar los ojos, devolverse, releer, para después buscar con quién comentar, es motivo de fiesta. Estoy en la puerta de dos años por vivir mucho de eso y, quien quita, escribir algo que, si no logra interrumpir la comisión de un delito, al menos merezca ser llevado a una fiesta.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-montoya/

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