Escribir una columna es difícil, no por el compromiso de hacerlo cada semana, sino porque algunas veces uno no tiene nada para decir o simplemente no tiene ganas. Esta semana, particularmente, aunque el mundo nunca se detiene, ha sido bastante movida. En Colombia se despenalizó el aborto y, quienes estamos a favor, celebramos y manifestamos nuestra alegría. También los mal llamados provida salieron a criticar la sentencia de la corte y a mostrar su frustración y molestia con esta. En el calor del momento uno siente que tiene que explicarle su postura a todos los amigos, a la familia, a la pareja; que tiene que mostrarse sólido en argumentos y citar cifras, datos y sentencias de otras cortes del mundo para sentirse que está del lado correcto. Sobre todo en esta época en donde quién más bulla haga, más posibilidades tiene. Como si fuéramos políticos en campaña.
Me puse a pensar, luego de compartir muchas publicaciones en mis redes sociales, que así como la despenalización del aborto lo que permite es la libertad de poder elegir, por la sencilla razón de que cada mujer es libre de hacer lo que quiera con su cuerpo embarazado, también yo era libre de mostrarme contenta con la decisión de la corte, porque sí. Porque es mi postura, y siempre la ha sido desde los 16 años cuando escuché por primera vez el término en el año 2006, por los días en los que en Colombia se despenalizó el aborto en tres causales.
Dos días después de esta decisión histórica para Latinoamérica, nos levantamos con la noticia de que las tropas militares de Rusia habían ingresado a Ucrania y estaban sembrando el pánico y la incertidumbre en diferentes ciudades de ese país. Nuevamente, las noticias y opiniones cayeron como un aluvión sobre una población que dormía tranquila sin la más mínima idea de lo que estaba ocurriendo y sin poder identificar qué era cierto y qué no. Y nuevamente ¿de qué bando estamos? Se encuentra uno con una cantidad enorme de información y desinformación, de memes y chistes, también de apatía, pues muchas personas al parecer ni les interesa en lo más mínimo saber qué está ocurriendo en ese lugar del planeta. Y como si no fuera suficiente el conflicto bélico que acaba de estallar —que no es nuevo tampoco, pero que está tomando dimensiones preocupantes— nos enfrascamos en disputas digitales con amigos, conocidos y familiares por el asunto.
Y por supuesto, estoy con aquellos que se interesan o por lo menos se preocupan por el resto de la humanidad, aun cuando desde la comodidad de sus hogares en un país lejano no pueden hacer nada; pero también envidio un poco a los que esta tragedia les pasa por un lado o eligen hacerse los bobos.
Me gustaría ser menos sensible, me lo repito todo el tiempo. ¿Por qué me duele tanto? Estoy en Colombia, bien, en mi casa, con mi familia viva. Pero me invade esa sensación de falsa seguridad a la que nos hemos acostumbrado en este país, que también lleva años en guerra, en el que se ha hecho de todo para ponerle fin y a nadie parece ya importarle. En diferentes escenarios se ve a los candidatos presidenciales y del congreso atacarse entre ellos. Ataques y más ataques en redes sociales, en vallas propagandísticas, en la radio, en los debates. Se oyen de pronto, perdidas entre esos mensajes extremistas y aburridores por lo poco novedoso de sus discursos, voces de esperanza, esas a las que les queda más difícil destacarse entre el barullo de los que se muestran día y noche los dientes, porque el análisis consciente, el debate justo y con altura, las ideas sin tanto filo, requieren de un esfuerzo tanto para quienes conversan como para quienes escuchan. Yo me quedo con ellas porque me cansé ya de oír tantas necedades, y que piensen mis amigos y conocidos lo que quieran.