—¿De dónde eres?
—Colombiana, de Medellín.
Después de esa respuesta, vino una mirada y un par de comentarios cargados de estereotipos: sobre las mujeres de mi tierra, sobre nuestras labores, sobre nuestros cuerpos —como si estuviéramos en venta todas y siempre. Creo que mi cara dejó claro que no me gustó nada el rumbo que tomaba la conversación.
Sin embargo, me pregunté: ¿qué significa ser de Medellín?
De fondo sonaba Latina Foreva, una canción cuyo video muestra mujeres en ropa interior en medio de la nieve. ¿Será esa la imagen que nos representa? Entro a redes sociales y me topo con múltiples reflexiones sobre Karina García, una mujer que representa para muchos el estereotipo de la “paisa”: superficial, aspiracional, definida por lo que aparenta o por lo que posee. Un cuerpo moldeado por la estética médica, producto del mandato de belleza que impera en esta región y que muchas siguen a costa de lo que sea.
Hasta aquí podríamos hablar de la narcoestética, sus efectos y cómo muchas mujeres, lejos de parecer “de clase”, encarnan una narrativa popular. Porque, claro, también hay quienes desde el clasismo critican a esas mujeres, sin ver que muchas, incluso desde otros contextos, están buscando lo mismo: al mejor comprador para el producto que han construido de sí mismas.
Y no se trata solo de las mujeres populares. También están las que tienen acceso a capital social y económico, con operaciones estéticas más sutiles, (sólo tengo los senos dicen), o con rutinas de skincare, pilates, running, y atuendos de marcas reconocidas. Aparentemente distintas, pero en la misma lógica: pulir el producto para hacerlo deseable.
En otros escenarios, esta lógica toma formas más sofisticadas. En LinkedIn, por ejemplo, mis colegas publican fotos de cada evento al que asisten —con las mismas personas de siempre— acompañadas de frases grandilocuentes sobre liderazgo y éxito. Todo para mostrarse como indispensables, como soluciones ambulantes. Como el producto ideal para la próxima convocatoria laboral (o política).
Al principio pensaba: ¿hasta cuándo seremos las mujeres el producto turístico de esta ciudad? Estoy harta de que, en una fiesta, un simple baile por cortesía termine en una propuesta de pago por sexo. Harta de que al decir que somos de Medellín, alguien más se sienta con derecho sobre lo que somos.
Pero ahora me inquieta otra pregunta más profunda: ¿qué hacemos si todos somos productos?, ¿si todos estamos buscando ser consumidos por alguien más? El comprador se disfraza de pareja ideal, de empleador, de empresario, de algoritmo que reparte likes. Y nosotros nos disfrazamos para vendernos.
Hoy, todo parece existir para ser consumido. Personas que se pelean el micrófono en reuniones, que se autoproclaman líderes de proyectos ajenos, de programas que no crearon, eventos que no diseñaron, de discusiones que no dieron; pero, claro, todo por el próximo post. Porque alguien debe vernos, alguien debe validarnos, alguien debe comprarnos. Otras sufren en silencio por no tener visibilidad suficiente y se exigen el doble para brillar bajo el reflector más potente.
¿Alguien escapa de esta lógica? Quisiera creer que sí. Pero alguien me dijo que no. Que al final, todos somos productos. Solo que algunos son masivos y otros de “diseñador”. Incluso aquellos que se jactan de ser auténticos y profundos están atrapados en la misma vitrina. Resisten, pero están allí.
Aun así, me niego a aceptarlo del todo. Quiero creer que no todos nos vendemos. Porque conozco personas que intercambian saberes, capacidades y talentos desde lo humano, no desde lo transaccional. Que construyen desde el vínculo y no desde la vitrina. Ser producto es una idea capitalista: explotar una imagen de uno mismo, una superficie sin fondo. Una identidad prefabricada que responde a un mercado, no a una reflexión.
Por eso me rehúso.
Me rehúso a ser solo un producto.
Me rehúso a buscar impacto solo para tener buenas fotos.
Me rehúso a repetir el mismo pitch en cada charla sin reconocer a mis interlocutores.
Me rehúso a ver mi cuerpo como una marca que otros aprueban o no.
Me rehúso a ejercitarlo solo para cumplir los parámetros de esta ciudad.
Me rehúso a perder el asombro, la belleza de una buena conversación sin pensar en lo que podría “sacar” de ella.
Me cansé de ser producto.
Y sin embargo, aquí estoy. Escribiendo esta columna. Buscando ser leída. Tal vez —solo tal vez— creyendo que mis letras también son un buen producto para quien las consuma.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/luisa-garcia/