Más mediados que comunicados

Más mediados que comunicados

Los seres humanos creamos medios de todo tipo, incluyendo los de comunicación, para compensar nuestras limitaciones puntuales, sean estas sobre lo que somos o sobre lo que deseamos ser. Siendo así, la cantidad de medios que poseemos dan cuenta de nuestras limitaciones. En asuntos de comunicación, cada vez estamos más mediados que comunicados. Asfixiados de significantes, no alcanzamos a destilar sus significados. Inundados de medios y abrumados por la información que generan no captamos su sentido. 

Pero esto no es tan simple, así que vamos despacio. Empecemos por lo general, para volver a lo específico. 

Cuando se nos toma de manera fragmentada, los humanos somos una de las especies más limitadas de la naturaleza. La mayoría de aves tienen mejor vista y pueden volar, los animales salvajes mayor fuerza, casi todos los felinos más velocidad, y así podríamos abundar en ejemplos. Perdimos en la carrera de la evolución con los animales que tuvieron mayor capacidad de adaptación a su entorno. 

Tuvimos que inventarnos, entonces, una segunda naturaleza, la cultura, que es la mayor creación de la especie humana. Gracias a ella creamos la técnica y la tecnología, con las cuales inventamos toda suerte de medios: productos, servicios, artefactos, normas, medios de comunicación y demás bienes, tangibles o intangibles. Medios que nos compensan, nos completan, nos potencian y terminan siendo una prolongación de nuestra existencia, hasta el punto de naturalizarse. Pero también puede limitarnos más, como veremos. 

En tanto seres esencialmente inconformes que somos nos sentimos limitados no solo ante nuestras restricciones naturales, sino también ante lo que deseamos ser, como ya se planteó. Así, por ejemplo, creamos y usamos lentes tanto para subsanar los problemas de la vista como para ampliarla o potenciarla, a través de binóculos, telescopios, microscopios, entre otros artefactos. De este modo terminamos convertidos en los seres más potentes de la naturaleza para bien y para mal; capaces de crear lo más sublime, pero también de generar o cometer las más grandes atrocidades. 

Ahora bien, salvo excepciones que no alcanzo a detallar aquí, los medios no son buenos o malos por sí mismos. Primero, porque no toman decisiones por su propia cuenta; segundo, porque efectivamente se necesitan medios para compensar las limitaciones humanas; y, tercero, porque sirven también para potenciar las condiciones humanas y sociales, al mejorar la calidad de vida, cuando nos los apropiamos adecuadamente. 

Los que hacemos buenos o malos a los medios, desde su concepción hasta su uso, somos las personas y las sociedades. Podríamos utilizar tres criterios para determinar si son fuentes de bienestar o malestar: a) para qué los creamos; b) en qué los usamos; y c) cuándo los usamos. Una pistola se puede crear y utilizar para practicar tiro al blanco, o para matar. También podría convenirse, en gracia de discusión, que hay excepcionales ocasiones que ameritan usarla para disparar. Algo similar pasa con un ascensor, tan útil para las personas con movilidad reducida, cuando se está de afán o cuando la altura es excesiva para nuestras capacidades, pero cuando se usa por pereza sistemática, nos limita en vez de potenciarnos. 

Si se usan antes de que exista la limitación, los medios reducirán las capacidades humanas y sociales, en vez de compensarlas o potenciarlas. En el contexto legal es muy evidente esta paradoja mediática. Los países con constituciones más cortas, y con menos leyes, suelen ser aquellos en los que las personas tienen mejores relaciones, más confianza entre sí e instituciones más fuertes. Son sociedades más comunicadas que mediadas. Al contrario, en los países con instituciones débiles, toda diferencia se soluciona con una nueva norma, lo cual, a vuelta de correo y paradójicamente, suele generar más confusión, desconfianza y desgaste para todos, por el exceso de leyes, muchas veces contradictorias o incoherentes entre sí, que derivan en sociedades más mediadas que comunicadas y altamente carentes de instituciones.

Así como ante el menor conflicto apelamos primero a la ley que a la justicia, ante la menor incomprensión o desconexión recurrimos a los medios antes que al diálogo, nos vamos por la vía fácil a corto plazo, así nos complique más la vida. 

De vuelta a lo específico y a la promesa del título, centrémonos ahora en los medios de comunicación y en la información que generan. Proliferaron en la segunda revolución industrial (teléfono, telégrafo, radio, etc.) y nos abrumaron en la tercera, en la revolución de la información o de las TIC, inicialmente con la computadora personal y el internet, y luego con el smartphone. Desde entonces, se calcula que la información disponible en el planeta se duplica cada dos años aproximadamente, según la interpretación que se hace de la muy citada “Ley de Moore”. ¡Qué barbaridad! 

La función básica de los medios de comunicación es unirnos, conectarnos y acercarnos para compensar nuestras restricciones de lugar y tiempo. Y a fe de que muchas veces se logran. Es mágica una videollamada con seres queridos que están distanciados por miles de kilómetros. Al contrario, es deplorable ver –vernos- en una mesa sujetados a nuestros teléfonos e ignorando a nuestros contertulios o comensales. Los medios deben servir para unirnos, construir puentes y derribar muros, no para levantar más y separarnos. 

Pero no. Hemos dejado que se inviertan fines y medios. Ya los últimos no están a nuestro servicio, sino que nos hemos vuelto dependientes y hasta adictos a ellos, con un nivel de alienación tal, que parecemos sus apéndices, como lo advirtieron, entre otros, Marcuse y “Unabomber” hace ya varias décadas. Bastaría preguntarse cuántas personas tienen “teléfono inteligente” y cuántas son aquellas a las que el aparato las tiene o domina. Similar pasa con la aplicación WhatsApp: si no funciona durante 5 minutos, caemos en la histeria colectiva y perdemos millones de dólares. Toda una patología personal, económica y social. 

Entre más auténtica la comunicación, menos mediada estará. A los que les falta fe en esta posibilidad, les tengo una noticia, con sólida evidencia empírica: hubo, hay y puede seguir habiendo vida sin el smartphone ni el WhatsApp. ¡Increíble!

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