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“… solo tu voz, tus ojos, tus palabras
y nuestro asombro de ser aquí la vida,
de celebrarla en cada lumbre de su fuego
hasta el mínimo instante.”

 El último crepúsculo, Eugenio Montejo.

Hace unos años leí sobre el efecto Saunders. La historia era esta: el novelista norteamericano George Saunders tomó un vuelo de Chicago a Siracusa, lo que no sabía es que esa situación, en apariencia tan común, volar de una ciudad a otra, terminaría siendo tan trascendental en su vida. Recién despegó el avión, una falla mecánica en los motores inundó de humo la cabina y sembró el pánico entre los pasajeros. Saunders quedó atónito, estuvo apretando los dientes y los puños mientras esperaba el impacto final que acabaría con la vida. No pasó, el avión regresó a la pista con todos sanos y salvos. El estrés postraumático de aquel incidente generó en el escritor un estado de expectación que se mantuvo durante semanas.

Solo una vez he estado medianamente cercano a una experiencia que pusiera en peligro mi vida. De forma alguna, puede experimentar aquel efecto que lleva por nombre, en la cultura popular, el apellido de aquel escritor. Pase un par de días siendo consciente de muchas de las cosas que hacía de forma automática, cotidiana. Pensaba, cada tanto, qué pasaría, si esa fuera la última vez que hiciese tal cosa o la otra. Sin embargo, ese estado de asombro con rapidez se desvaneció y quedé de nuevo absorto en la rutina.

 ¿Cómo logra ser tan anestésico, tan adormecedor el paso de los días? ¿Cómo terminamos perdiendo el asombro? ¿Cómo es que, hasta las cosas más bellas de la vida, las más trascendentales, terminan volviéndose “paisaje”? Vivimos vidas cada vez más cargadas de responsabilidades, más productivas, pero considerablemente menos felices, reflexivas o contemplativas. El entorno crea estereotipos de éxito, modelos de vida y patrones que determinan la manera como pensamos, sentimos y nos relacionamos. Estipula conductas compatibles con ese “éxito” y terminamos por ceder ante esa tiranía omnipresente.

Recuerdo esa frase que dice que la felicidad solo vive en la nostalgia, termina siendo entonces una añoranza de un pasado mejor que el presente. Entonces, esa promesa de la felicidad alcanzable y permanente, no es más que una ilusión sobredimensionada de la autoayuda; sí, existen los momentos felices, pero no son una constante en el tiempo. Los pequeños momentos de felicidad pueden coexistir con las tristezas y angustias. Termina siendo un asunto de expectativas, el ideal en contraposición a la realidad. Esos pequeños momentos de alegría pueden y deben procurarse, pero no asumirse permanentes. No por eso deja de vivirse una vida plena y placentera. Esta es una invitación a cultivar el asombro, a festejar —aunque suene cliché— las pequeñas cosas, las diarias alegrías, a rebelarse contra los ladrones de la felicidad y a llevar una vida con los ojos abiertos y el corazón sediento. No hace falta estrellarse, o ver la vida escurrirse entre los dedos, para asumirla y vivirla, para encontrar la belleza en cuanta cosa pasa. Esta vida, este instante, estos dos mil quinientos millones de latidos que daremos si tenemos suerte —un poco más o menos— no son la antesala de nada, de otra vida u otro mundo, es nuestro todo.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/samuel-machado/

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