Manos congeladas

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-Doctora, quiay. – Te llama con voz burlona-Venga camino con usted.

– No se me acerque…Yo…No, ¡Yo no quiero que me vean con usté!

El muchacho te sonríe, con malicia. Después de verte unas veces por el pueblo siempre te busca, y trata de provocarte, mientras que te sientes acechada, como una presa, y ese culicagado simplemente trata de provocarte, está jugando contigo.

Te mortificas pensando cómo fue que llegaste a esto, mientras que cruzas la calle para quitártelo de encima. Llevas dos meses sintiendo cómo se te va pegando para tragarte apenas te descuides.

La primera vez que lo viste estaba herido. El director del hospital te llamó para avisarte que iba a llegar:

-Carolina, traen un paramilitar. -te advirtió, cortante. –  Le haces por favor lo mínimo y lo despachas.

– No, doctor, ¡yo hago lo que tengo que hacer como médica!

– Eso sí, ¡no vaya a llamar a la policía! Porque usté hace quince días llamó a la policía y nos metió en un problema.

Te moriste de la rabia, no tenía sentido. Acababas de empezar y te llevaron a un muchacho con una herida en la mano por arma de fuego, después de atenderlo llamaste a la policía, XXXX se lo llevaron y no lo has vuelto a ver.

No te ibas a dejar cuestionar así. Obedeciste todas las instrucciones, es él el que te pidió que hicieras mal tu trabajo.

– Doctor, qué pena, pero si a mí me dicen que tengo que llamar la policía yo hice lo que a mí me dijeron. Si a mí usted me dice “depende del que llegue herido” yo también trato de entender.

Tratabas de entender que no era un lugar común, que no estás en un momento fácil. Cuando te salió ese pueblo en el sorteo del rural te habían dicho que era un municipio seguro, pero en Ciudad Bolívar mandaban los guerrilleros.

Ahora mandan los paramilitares, pero sientes que la gente está más contenta, vive mejor. Les cobran menos vacunas, no ha habido tantas niñas violadas como antes… sienten que viven mejor, pero nunca faltan los heridos por armas de fuego que te toca atender.

Una hora más tarde llegó el muchacho. Era alto, flaco, de cara larga, con el pelo negro y corto. Tenía una camiseta blanca con un bolsillo al lado derecho. Estaba cojeando, iba con una herida en el pie.

– ¡Gonorrea, hijueputa! -le escuchabas gritar mientras que lo pasaban. Hablaba tan duro que su voz resonaba como un megáfono por el hospital.

La enfermera empezó a atenderlo. Trató de cogerle un brazo para ponerle una inyección antitetánica, pero el culicagado ese le levantó el brazo y estuvo a punto de pegarle.

Hasta que lo paraste.

– ¡Quiubo pues, mijo, usté qué! -le gritaste, agarrándole la mano. – No, no ¡Aquí respeta, que la que manda soy yo!

El muchacho se quedó mirándote, sorprendido. No se imaginaba que alguien fuera a encararlo así. A su lado la enfermera te miraba, muerta del susto.

-Eso sí, llamame por favor a mi comandante Manuel. -le pediste a la enfermera. – ¡Me llaman al comandante, al jefe de este niño porque yo no voy a dejar que aquí nos irrespete!

El muchacho se puso pálido.

-Ay, no-no-no-no, mi generala, no-no, tranquila, ¡tranquila!

El comandante Manuel era el jefe de los paramilitares de la zona. Apenas sabes cómo se llama, te lo habían contado en la inducción, pero has oído lo suficiente para entender que la gente del pueblo lo respeta, y que están seguros de que les dará más justicia que la ley.

El muchachito, después de que le pegaras ese susto, se sentó y se dejó atender, así, tranquilo, como si nada. Hizo una cara de dolor cuando le inyectaste diclofenaco en la nalga. Le tomaste una radiografía del pie, le curaste las heridas y le mandaste antibiótico. Le ofreciste que le pusieran una férula, pero él no quiso. Y se fue.

-Carolina, ¡usté sí es atrevida! -te dijo después el director. – ¿Cómo se le ocurre regañarlo así?

-Ay, doctor, yo no podía dejar que nos irrespetara, ¡Yo era la dueña del servicio en ese momento!

Nadie más quiso seguir con el tema. Seguiste atendiendo pacientes, yendo a hacer brigadas en las veredas…no habías vuelto a saber de él.

Unos meses después regresabas de la vereda San Gregorio. A un lado de la carretera había un cuerpo cubierto de polvo tirado como una muñeca. Los paramilitares lo habían ajusticiado y lo dejaron allá. Tenías que llamar a los bomberos. Después de llamarlos por el radioteléfono de la ambulancia el chofer paró.

Había varios hombres rodeándolos. Estaban vestidos con uniformes camuflados, y todos cargaban rifles. Eran paramilitares.

Uno de ellos se arrimó a la ventanilla del chofer y la tocó tres veces. El hombre la bajó y le explicó a los paras que venían del hospital del pueblo, que estuvieron haciendo consulta en San Gregorio y que ya iban otra vez para el pueblo. A su lado se hizo otro hombre, más joven que el otro. Era alto, de pelo corto, cara larga, y se quedó mirándote un rato.

Era él.    

-Ishhh ¡Usté es una enfermera!

Respiraste aliviada. Por lo menos no se acordó de ti.

-¡Ay, no, usté es la dotora generala! -gritó, emocionado.

“Ay, Dios mío” pensabas. Sabías que cualquier paso en falso que hicieras, cualquier comentario que dijeras podía significar un límite entre la vida y la muerte. Para estar más cerca de la vida decidiste parecer lo más tranquila posible:

-Ah, sí, hombre. Soy yo. -respondiste, sonriéndole. -Hombre, ¿y usté qué?, ¿cómo va?

-Ah, no, dotora, yo acá en la guerra. Pero gracias a usted.

-Ay, hombre ¡Usté no sabe cuánto me alegro!

Te quedaste oyendo en tu cabeza y no eras capaz de creer que le estuvieras diciendo eso. “Me alegro” …me alegro ¿de qué? ¿De que estuviera matando y atracando gente, en guerra con todo el mundo?

Los hombres los dejaron pasar después de ver que no pasaría nada grave. Cuando ya estaban bastante lejos, y el cuerpo se veía tan insignificante como una Barbie tirada en un cuarto, el chofer te dijo:

-Ay, doctora. Pues siquiera ese muchacho está en la guerra por usted, porque si no la muñeca y la que estaría ahí tirada en el suelo sería usted.

Un chorro de sudor frío comenzó a caer por tu frente, pasando por todo tu cuerpo. Tus manos se hicieron más pesadas, no eras capaz de moverlas. Eran como bloques de hielo que se derretían entre tus dedos.

Sabías lo que era, algunos atarvanes ponen a los pacientes a inhalar algodones con alcohol, o les inyectan solución salina para que “reaccionen” porque realmente no les pasa nada. Según esos doctores nada les pasa, pero a ti te estaba pasando lo mismo que a ellos.

Era una crisis conversiva.

Te quedaste como una estatua derritiéndose por lo que parecía una eternidad hasta que el radioteléfono sonó. Era Juan Carlos, tu compañero de rural.

-Caro, vos tenés turno esta noche. -te dijo, asustado. – Y tenemos hospitalizado a un guerrillero, y ya nos dijeron que venían por él.

-Mire, acabo de pasar el susto de mi vida. Yo no voy a hacer turno. Si usté no me lo hace a mí me castigan o lo que sea, pero yo no voy a hacer turno porque tengo mucho miedo.

-No, fresca. Yo te lo hago.

Llegaste a tu casa, te bañaste y te acostaste a dormir. Te demoraste en quedarte dormida, no dormiste casi nada, te quedaste acostada hasta que el teléfono sonó unas horas después.

-Aló.

-Caro. -Era Juan Carlos, sonaba preocupado. – vinieron.

-¿Juancho? ¿Co…Cómo así? Contame

Habían remitido al guerrillero a Medellín, antes de que los paras llegaran al hospital. Aun así fueron y revisaron todo. Se llevaron a Juan Carlos para que les dijera en qué parte del hospital estaba. No creían en él. Al final, como no lo encontraron, les tocó creerle y se fueron.

-¡Ay, pero siquiera le tocó a usté, porque yo, después de lo que me pasó hoy no soy capaz!

Después de eso, cuando vas por el pueblo, te encuentras a ese culicagado en el parque, en la esquina del bar, en cualquier parte.

-Venga camino con usté.

-No se me acerque…Yo…No, ¡Yo no quiero que me vean con usté!

-¿Quiere que volvamos a llamar a los bomberos?

Tratas de quitártelo de encima, por lo menos de que te deje tranquila. Es como una serpiente, que siente el calor de sus presas.

Estar en ese pueblo significa aprender a esquivar a ese depredador.

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