La palabra arrendar tiene dos significados: el primero hace referencia a la cesión de un bien para que otra persona lo disfrute por un período determinado a cambio de un precio mensual. El segundo describe la acción de domesticar a un caballo, o a una yegua, para que obedezca a las riendas y se deje montar. En mi familia la segunda acepción era la más utilizada, en especial por mi papá y mi hermano, ambos veterinarios y buenos jinetes. Mi papá no solo usaba esta palabra para referirse a los animales, también lo hacía para hablar de mí. Muchas veces me repitió una frase que al principio me enojaba y que ahora he resignificado y me llena de orgullo: hija, me quedaste muy mal arrendada. Esta semana leí Indomable, el súper exitoso libro de Glennon Doyle. Ella empieza su historia hablando de chitas domesticadas y yo nunca he visto una chita, pero en la manera en que ella narra su historia y en las palabras que me decía mi papá encontré un punto común entre especies:

De una yegua bien arrendada se espera obediencia, control y el brío suficiente para enfrentar los obstáculos del camino sin poner en peligro al jinete. Recuerdo una yegua, de nombre Silesia, que como yo quedó mal arrendada: no le gustaba la silla y había que cansarla para que no pusiera problema. Quien se montara en ella tenía que librar una batalla contra su boca testaruda, que escupía el freno, y contra su cuello, que se doblaba sin tregua tratando siempre de ir en la dirección contraria a la que le indicaba la rienda. Las yeguas bien arrendadas no son como Silesia, ni como yo. Hacen lo que se les ordena. Confían más en el jinete que en su instinto. Son dóciles a pesar de tener en ellas la fuerza para desbocarse y mandar a volar de un salto a quién tengan sentado sobre su lomo. Esperan pacientemente a que las ensillen, se resignan a la cincha apretada y al hierro en la boca. Se comportan bien y después de la faena son recompensadas con un buen baño y un balde de aguadulce. 

Todos quieren a las yeguas mansas, confían en ellas para subir a los jinetes más inexpertos. Los niños descubren, en los paseos tranquilos a lomo de las yeguas dóciles, el lugar que ocupan en el mundo. Las yeguas mal arrendadas son peligrosas, traicioneras, les gusta morder y patear. Conocen su naturaleza y la defienden con ímpetu. Para amansar a las yeguas bravas es usual que las dejen un tiempo sin agua y sin comida. Es una estrategia cruel que busca debilitar sus cuerpos y engañar a sus instintos para que renuncien a su fuerza y cedan ante el deseo de sus amos. Con el tiempo casi todas las yeguas aprenden a comportarse y a conformarse con la vida del establo. Las que quedan mal arrendadas nunca aprenden; nunca se acostumbran. 

Ser una yegua mal arrendada es difícil. No servimos para lo que nos han dicho que debemos hacer y constantemente nos lo recuerdan. Debemos esquivar muchos lazos y si por error, o exceso de confianza, caemos en uno, jalamos con fuerza para romperlo aunque esto signifique herirnos la piel. La vida por fuera del establo es dura: hay que caminar largos trayectos para encontrar agua, a veces el pasto no crece lo suficiente y hay que aprender a comer de todos los frutos para sobrevivir. Resistir el arrendamiento puede parecer un proceso solitario, en especial si eres la primera de la manada en no querer llevar la silla. Sin embargo, la sensación de soledad es solo una apariencia: cuando logramos levantar la cabeza que la rienda mantenía agachada vemos que a lo lejos se dibujan las siluetas de otras yeguas que viven libres en la pastura. Nos acercamos a ellas y ellas nos reconocen; llegó otra que se atrevió a saltar el alambrado. En esa manada encontramos refugio,  sabiduría y la certeza de que elegimos bien el camino. Las mal arrendadas son las yeguas más valientes.

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