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Madre. Ninguna como la mía

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Sí, como en la canción de Leo Dan, “Todos tienen una madre, ninguna como la mía”. Habrá también los que dicen que madre solo hay una, y siquiera, porque dos, parecidas, no se las aguantaría nadie. Respetable, pero no es mi caso. No pretendo decir que es la mejor mamá, pero con nosotros, conmigo, no ha podido ser mejor.

Ninguna como ella, ninguna como la mía, que ha sido también la de muchos, no solo la de mis doce hermanos y yo. No es cuento. Aun con las limitaciones propias de un ama de casa, esposa de un obrero (mi padre) y madre de trece hijos, mi mamá acogió en nuestra casa habitantes de calle, viejitos abandonados y personas desamparadas en general. Mientras vivían con nosotros no distinguía entre los hijos y quienes no lo eran: ni en la comida, ni el abrigo, ni en la dormida. Todos en la cama o todos en el suelo. Daba de lo que le faltaba, no de lo que le sobraba Sí, mi madre, fiel a la religión del amor, que no tiene iglesia, así ella sea católica, nos enseñó que la humanidad entera es nuestra familia.  

Consecuente con lo anterior, mi madre siempre ha procurado ser justa en todo y a fe que lo ha logrado. De hecho, si algo la saca de casillas, como ella mismo lo reconoce, son las injusticias, especialmente las que cometen con los demás. Se apropia de causas ajenas, así termine crucificada.

Mi madre también nos legó la humildad, en el sentido de sentirse por siempre incompleta, falible, y, por ende, con una facilidad enorme para decir lo siento, perdón, me equivoqué. Propio de espíritus nobles, porque es más difícil pedir perdón que darlo; es un acto de reconocerse imperfecto y vulnerable.

Por eso, supongo, es que, además, ha sido absolutamente confiable y prudente, porque prefería comprender antes que criticar: no rajaba de nadie. Si es que la sabiduría existe, creo que tiene que ver con la capacidad de moderar o suspender los juicios sobre las personas, por aquello de que “nadie sabe lo de nadie”, y, si hay algo que criticar, referirse solo a los hechos o a los roles específicos que ejercen: político, trabajador, empresario, esposo, amigo, etc. La prudencia exige mucha sensibilidad, empatía, y una virtud aún más grande, la compasión, porque no solo trataba de ponerse en el lugar del otro (ser empática), sino que procuraba sentir lo que perturbaba y afligía a los demás, para comprenderlos mejor.

Mi madre, con sus limitaciones de todo tipo -algunas de las cuales citaré más adelante- ha sido férreamente digna. Sin soberbia, porque no sería humilde, siempre ha procurado valerse por sí misma, no ser un peso para nadie, y menos tratar de despertar sentimientos lastimeros hacia ella, pese a todo lo duro que le ha tocado vivir. Nunca se sintió superior, pero tampoco inferior, salvo cuando adoptaba esa posición para servir, porque ha vivido convencida de que hay más goce al dar que al recibir.

Tal vez lo más particular de su legado e imposible de heredar es que ha sido, léase bien, insoportablemente coherente, entre lo que predica y lo que hace. Nos educó, literalmente, con el ejemplo, y esa carga como hijo, no es fácil de llevar. Nos ha impuesto, con su actuar y sin quererlo, una vara tan alta, que nos genera culpa no estar a su altura.   

Tiene otras virtudes (a las que prefiero llamar talentos, porque creo que poco en ellas), como su lucidez mental (no la envolata nadie, ni ahora en la última fase del Alzheimer), la disciplina, la decencia, las buenas maneras, el gusto por la lectura y el conocimiento, pese a no haber estudiado sino hasta quinto de primaria.

Por fortuna mi madre también tiene defectos como persona y como madre: no es perfecta, ni lo ha querido ser. Creció y la formaron con muchos rayones religiosos, especialmente en temas sexuales, que, a su vez, nos transmitió a nosotros, porque había que “tener un santo temor de Dios”. Nos formó con muchas culpas, de las cuales es difícil liberarse. Aunque en la práctica siempre practicó la religión del amor, del Dios amor, como hija obediente de su época, nos inculcaba también la idea de un dios justiciero y castigador: aun cree en el infierno. Mi madre ha sido demasiado abnegada: toda su vida se ha puesto entre paréntesis, mientras resuelve las necesidades y problemas de los demás. En ese sentido ha sido irresponsable con ella misma, porque no se ha permitido gozarse la vida y se quedó sin tiempo para hacerlo. ¡Qué dolor!

Les hablaba en presente algunas cosas, pero en realidad mucho de esto ya es pasado. Mi madre está cerca de cumplir 93 años y vive la última fase del Alzheimer según los médicos, por lo cual no puede valerse por sí misma. Aún así, es impresionante ver como trata de conservar sus grandes talentos: amor, justicia, humildad, prudencia, coherencia, etc. Mi madre, a su edad y en su condición de salud, todavía nos da fuerza, con solo verla.

Mi madre se está apagando, pero mientras tanto sigue haciendo honor a su nombre, Blanca Luz, que no parece una casualidad, porque lo irradia. Mi madre ha sido un regalo de Dios y de la vida, no solo para mí, sino para la humanidad. A diferencia del poeta mexicano Amado Nervo*, la vida sí le está debiendo a mi madre: no están en paz. Si quiere saldar sus deudas, que no la deje sufrir (penar) en los días que le quedan. Te amo Lucecita linda: vive o descansa, en paz.

*En su poema En paz.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/pablo-munera/

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