En su discurso de posesión, el presidente Petro presentó un decálogo de compromisos con la nación. El séptimo de ellos fue la lucha contra la corrupción. En aquel momento habló de transformar el sistema para desincentivar este flagelo y afirmó que ni familia, ni amigos, ni compañeros, ni colaboradores estarían exentos del peso de la ley.
El balance de ese compromiso, sin embargo, es lamentable. Los casos de corrupción en este gobierno son múltiples e involucran precisamente a amigos, familiares y colaboradores cercanos del presidente.
La decepción ciudadana frente a la lucha contra la corrupción crece y amenaza con generar un ambiente peligroso de resignación, apatía y hasta cierto cinismo. El profesor Claudio Nash, de la Universidad de Chile, recientemente de visita en Colombia, señaló que existen narrativas que han obstaculizado esta lucha. La primera: que no puede haber “corrupción cero” porque, en cierta medida, esta funcionaría como un “aceite” para el crecimiento económico. La segunda: que la corrupción no tiene víctimas directas.
Ambas afirmaciones son falsas. La corrupción sí tiene víctimas: la sociedad en su conjunto sufre sus efectos, pero los más golpeados son los grupos más vulnerables. Además de ser un problema económico, la corrupción tiene consecuencias profundas sobre el Estado de Derecho, la confianza en las instituciones y la legitimidad democrática. Por ejemplo, la Cámara de Comercio de Bogotá estima que la corrupción incrementa en un 10 % los costos operativos de las empresas. Según Transparencia por Colombia, entre 2016 y 2022 este fenómeno le costó al país $21 billones y afectó a 15 millones de colombianos.
De acuerdo con el profesor Robert Klitgaard, los principales factores que facilitan la corrupción son tres:
- La concentración de poder.
- La discrecionalidad en la toma de decisiones.
- La falta de control.
A estos elementos se han sumado nuevos enfoques, como el de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que destaca dos factores adicionales: la alta impunidad y la cultura que normaliza la corrupción.
Sobre estos dos últimos puntos vale detenerse. En Colombia, la impunidad es un factor determinante que facilita la comisión de delitos contra la administración pública. Que personajes como Emilio Tapia —vinculado al carrusel de la contratación en Bogotá— sigan vigentes y reaparezcan en casos tan indignantes como el de Centros Poblados, que dejó sin computadores a niños de zonas rurales, resulta incomprensible para la ciudadanía. Aunque Tapia haya pagado cárcel, su reincidencia y aparente goce de los recursos públicos apropiados profundizan la sensación de impunidad.
Las cifras lo confirman: a pesar del bajo incentivo para denunciar, la mayoría de los casos reportados se queda en la etapa inicial de recolección de pruebas, y menos del 10 % llega a juicio. Los delincuentes actúan convencidos de que difícilmente pagarán por sus delitos y, aun cuando son condenados, los recursos desviados rara vez son recuperados por el Estado.
La normalización de la corrupción se explica porque este fenómeno se ha vuelto endémico en el funcionamiento del Estado. No se trata de hechos aislados ni de la responsabilidad exclusiva de un gobierno. Esta realidad complica su erradicación, pues involucra a numerosos actores, incluidos aquellos que deberían encabezar la lucha frontal contra ella.
La respuesta institucional debe estar a la altura del desafío. No basta con que un gobierno la incluya en su agenda; se requiere un pacto nacional que siente las bases de una política de Estado para su erradicación. Entre las acciones prioritarias, el profesor Nash destaca el fortalecimiento del Estado de Derecho, la participación ciudadana, la independencia de la justicia y la cultura del respeto a la ley.
En cuanto a la participación ciudadana, el control social cumple un papel fundamental: no solo para promover la sanción moral, sino también para apoyar a las autoridades en la prevención y detección de la corrupción. Pero, ante todo, es necesario comprender que este fenómeno no es coyuntural ni exclusivo de un gobierno. La corrupción muta, se fortalece, se camufla y se recicla.
Por eso, el compromiso de la sociedad civil debe ser permanente, integral y orientado tanto a la prevención como a la sanción y reparación por parte del Estado. Solo así será posible avanzar más allá de los eslóganes hacia una lucha real y sostenida contra la corrupción.
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