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Si hay un asunto en donde parece haber acuerdo académico- con lo difícil que es eso- es en que la política de la guerra contra las drogas ha sido un fracaso. Tras más de veinte años del Plan Colombia, el último informe de la UNODC sobre el monitoreo de territorios afectados por cultivos ilícitos muestra que tenemos casi el doble de hectáreas de coca sembrada (pasamos de 86.000 ha en 2003 a 143.000 en 2020) y, lo que es más importante y grave, más eficiencia en la producción de cocaína. En 2015 por cada hectárea de coca sembrada se producían 5,2 kg de cocaína. En 2016 aumentó a 6,5 kg y en 2020 se producían 7,9 kg por cada ha de coca sembrada. La productividad aumentó 23 % en todo el país. Hoy tenemos más cultivos de coca, más productividad en la producción de cocaína y más consumo.

Uno de los principales actores involucrados en el negocio del narcotráfico es El Clan del Golfo o Las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) como también se hacen llamar. Hace unas semanas decretaron un paro armado con el que buscaban, una vez más, demostrar su poder en cientos de municipios del país, dar un mensaje al respecto de la autoridad que ejercen en buena parte del territorio nacional. “Chiquito Malo” y su estructura, antes dirigida por el extraditado Otoniel, tienen un portafolio de rentas criminales amplio en donde se encuentran las ganancias por la producción y comercialización de drogas.

En el análisis político cotidiano- el que ocurre en redes sociales, en los grupos de WhatsApp familiares, ese que muchas veces se subestima- se vieron de nuevo frases como: “¿tú también financias al Clan del Golfo con tus fiestas de fin de semana?”. Ese argumento, que apareció también en 2016 en el último gran paro de esta estructura armada, tiene varios problemas: corta por lo bajo, pone el dedo donde no debería, acusa de un problema a quien no es su determinador: el consumidor. La responsabilidad por las ganancias que los grupos armados obtienen del narcotráfico no es de los que consumen. Este es un análisis cercano al que dice que los cultivadores y raspachines del Cauca son narcotraficantes. O al que afirma que el cambio climático es culpa de los que usan bolsa de plástico y no compran cepillos de dientes de madera. Pone la responsabilidad en el eslabón más bajo de la cadena y encubre simbólicamente a los que realmente la tienen. Cuando decimos ese tipo de cosas la responsabilidad se diluye, se democratiza. Y ¡no!, no todos somos igual de responsables. No todos tenemos la misma injerencia en este problema público.   

El enfoque prohibicionista le entrega el mercado de las drogas a los grupos armados y los consumidores se ven forzados a ir a él. Alguien podría decir que el deber moral y social es no consumir, pero eso sería estar de acuerdo con aquella fantasía que Nixon propagó en 1971, esa que decía que era posible eliminar el consumo de drogas con una guerra. El consumo de drogas no se va a acabar, todo lo contrario, crece cada día más. El Ministerio de Justicia colombiano lo definió como un problema crítico de aumento sistemático. Desde 2009 el consumo de drogas ha crecido un 30% en el mundo.

El fracaso del enfoque prohibicionista y la necesidad de una política de regulación y de reducción de daños es una perogrullada. Pese a esto, el actual gobierno avanzó muy poco en ese sentido. Incluso, si no fuera por la Corte Constitucional, en este momento habría aviones echando glifosato en zonas de reserva forestal donde se concentra buena parte de los cultivos de coca. El Ministerio de Justicia hace campañas como “la receta de la cocaína” en donde estigmatiza a los consumidores. Reproduce la idea de que todo consumo es problemático cuando la OMS ha dicho que ese porcentaje es mínimo. Y mientras eso ocurre, el discurso político cotidiano repite frases que eximen de culpa a los que deberían afrontarla, que disuelve la responsabilidad de los que verdaderamente la tienen, que señalan al eslabón más bajo de la cadena. Los relatos sociales siguen lavando las culpas de los verdaderos responsables.      

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