El valor de las pequeñas cosas, de los pequeños pasos y de los pequeños momentos es muy poco entendido. Ante vidas llenas de estímulos que reclaman nuestra atención todo el tiempo, que llenan las cabezas de sueños, esperanzas, deseos y necesidades que parecieran no tener fin y que comienzan a crear un imaginario de vida ideal en el que constantemente estamos deseando lo que no tenemos, es casi imposible apreciarlos y darles el lugar que se merecen.

Creo que el problema se amplifica por la incapacidad de conectar los esfuerzos presentes con los resultados futuros. Esperamos que las cosas cambien de un día para otro y que no haya que hacer nada al respecto, no necesariamente por pereza o falta de motivación, sino porque el valor del esfuerzo se ha perdido en la nebulosa de un mundo que privilegia lo inmediato, lo fácil y lo placentero.

Para eso es que tiene sentido vivir mejor el presente, pero tratar de conectarlo con algo que verdaderamente nos llene el corazón. No me refiero a una posición social, objetos o experiencias, sino algo tan simple y olvidado como el tipo de persona que queremos ser, las relaciones que queremos cultivar y el legado que queremos dejar en el mundo. Bueno, digo simple, no porque sea fácil o sin mucha profundidad, sino porque eso es lo que siempre ha hecho parte de nuestra naturaleza y porque responde a los anhelos más puros y sinceros que tiene cada uno, pero que solemos dejar un poco de lado para darle más protagonismo a otro tipo de caminos en los que la propia identidad se difumina entre las masas.

Dar un primer paso es difícil, dar el segundo tal vez un poco menos, tal vez un poco más, pero lo que realmente importa va a ser cómo cada paso en sí está conectado con un camino mucho mayor. Que haya la consistencia de seguir dando los pasos. Así no haya claridad o garantía de lo que queremos conseguir. No es tanto adónde llegamos. Es en quién nos convertimos en el camino.

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