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Visito a mi abuela en la residencia de personas mayores en la que vive y nos sentamos a conversar en el comedor, una terraza iluminada por ventanas amplias rodeadas de árboles y montañas verdes que invitan a seguir viviendo. Me pregunta a qué horas nos devolvemos para la casa y le digo que no se preocupe, que ella está en su casa y solo tiene que subir en el ascensor. Me sonríe sin estar muy segura y cambiamos de tema. En una de las sillas alrededor de la mesa tiene su bolso, que no necesita para absolutamente nada, pero que lleva a todas partes. Al principio me causó gracia, pero ahora pienso que dejar la habitación es su salida, su cruce de frontera, su mundo exterior, y que tal vez tener la cartera con ella sea ese mínimo control al que se aferra para saberse dueña de su vida, capaz de tomar decisiones o conseguir lo que necesite. Dice Olga Merino en Cinco inviernos que “la utopía de la felicidad solo existe encontrándole sentido al presente”, y yo pienso que es justo eso y que cada uno escoge los pequeños consuelos que mejor le funcionen para construir sentido y acariciar la paz.
Si observamos con lupa los momentos de nuestros días, salen a flote montones de pequeños consuelos que nos concedemos para continuar. Pienso, por ejemplo, en el final de tardes especialmente difíciles entre semana cuando, en medio del cansancio y la sumatoria de cosas por resolver, estoy atenta desde la oficina en mi casa al sonido particular del carro de mi esposo, que reconozco perfectamente al acercarse. Al oírlo sonrío, anticipo su abrazo, el momento siguiente preparando la cena juntos, el calorcito en la cama antes de dormir. Y así termino lo que deba terminar aquella vez porque sé que hace parte de la vida que he construido, que me permite cada tarde alegrarme con el sonido del carro al llegar.
Hace poco, en una conversación sobre un proyecto para el futuro próximo, respondí automáticamente el año entrante lo revisamos. Y a continuación, por primera vez, pensé en la manera en la que damos por sentada la vida, el futuro, la permanencia y lo que dejamos para después. Me rodean suficientes historias para saber que nada está garantizado, ni siquiera el año entrante, para el que faltan dos meses. Por eso este presente me es cada vez más brillante, captura mi atención, me recuerda —y es un alivio— esa idea tan bonita del poeta venezolano Rafael Cadenas que dice que “La vida en ningún caso es lo que imaginamos, sino lo que aprendemos a querer”. He dejado de esperar que llegue lo enorme para amar cada pequeñez que ha llegado.
Por eso ahora cuando mi abuela no parece muy convencida de algunas explicaciones, o cuando veo que mi respuesta le causa malestar o le produce tristeza, opto por no hacerle demasiada fuerza a una verdad que tal vez ya no sea su verdad, que no mejora su presente que, más que en ningún otro momento, es lo único que tiene. Si al despedirme una tarde se angustia porque me voy, comparto con ella el pequeño consuelo de decirle que ya vuelvo. Enaltezco nuestro instante, lo lleno de cariño y posibilidad.
Es que hay días en los que mundo se siente como una cuesta sin final visible y los pequeños consuelos se convierten en las pausas que elegimos para respirar. A sus noventaiún años, mi abuela con su cartera y los labios pintados nombrándome a los pretendientes —con dos apellidos— que tuvo a lo largo de su vida no es sino una heroína que puede hacer lo que se le venga en gana. Es ella quien ha conquistado la cuesta.
Dice Vivian Gornick en Apegos feroces que “La infelicidad tiene que estar viva para que pueda suceder cualquier cosa” y yo pienso que de algunos miedos, de las dudas, de los deseos no cumplidos y de la incertidumbre nos valemos para aliviarnos con creatividad. De los agujeros surgimos para tejer las puntadas diminutas que nos permiten transitar los días, esperar el minuto siguiente con la calma de quien confía en el azar.