Los inmigrantes nos roban

Los inmigrantes nos roban

La solidaridad es por definición un acto desinteresado. Pero una vez institucionalizada, bajo la forma de pensiones o de seguridad social, por ejemplo, se vuelve una obligación. En lo que respecta a las ayudas, los llamados a aportar serán los de mayores ingresos. Aunque rara vez la obligación a tributar es bien recibida por los contribuyentes, este descontento puede variar en función de los destinatarios de las ayudas.

Los sistemas de solidaridad aparecen inscritos dentro de los Estados-nación. Bismarck en el Imperio Alemán fue pionero de la seguridad social. Y la primera tributación a las personas, el llamado impuesto de renta o al patrimonio, aparece en el temprano siglo XX. Aparte de ser fruto de la lucha de las clases trabajadoras, el ejercicio redistributivo se justificó en virtud de la identidad nacional: tener obreros sanos, protegidos y satisfechos, estaba en el interés de la clase dirigente, pues la nación precisaba de brazos fuertes para la industria y soldados motivados para la guerra.

El carácter nacional del sistema solidario implicaba una limitación muy estricta para los receptores de estas ayudas; alemanes ayudaban a alemanes, ingleses a ingleses y franceses a franceses.

Estos sistemas solidarios permanecieron en pie o fueron reconstituidos en la posguerra. El avance demográfico del baby boom hizo florecer enormes masas de trabajadores, casi todos cobijados de una forma u otra por el Estado de bienestar.

Pero la reconstrucción de Europa necesitaba de mano de obra que hizo falta buscar en otras partes. Muchos países premiaron la participación de ciudadanos de sus excolonias durante la guerra con la naturalización y el derecho a llevar a sus familias a la antigua metrópolis. Así, la Europa multicultural (siempre lo había sido), se enriqueció con migrantes de África, medio oriente, Europa del Este… los mismos europeos emigraron en masa, haciendo más diversos los nombres y apellidos en Francia y Alemania, gracias al arribo de portugueses, españoles e italianos.

En los años ochenta el modelo de crecimiento económico de la posguerra alcanza sus límites y los Estados occidentales, de la mano de Thatcher y de Reagan, comienzan el desmonte del sistema social, corriente que unida a la liberalización del comercio internacional, de los flujos de capitales, así como la creciente tecnologización de la producción, desencadena un retroceso de la participación de los trabajadores sobre la producción nacional.

Una vez las ayudas empiezan a retroceder, a disminuir en sus montos, a dificultar su acceso mediante trámites y criterios de selección prohibitivos, sumado a la destrucción de puestos de trabajo, hace carrera la idea que los migrantes “roban” estos beneficios a los nacionales, que parasitan el sistema social, congestionándolo con sus desmedidas solicitudes y secándolo con su pereza y poca disposición a trabajar.

Cosas tan sencillas y visibles como el lugar de nacimiento de una persona o de sus padres, el color de su piel, su nombre y su apellido, su religión, o incluso la gastronomía y las festividades, se volvieron estigmas de esa nueva clase de “invasores” que “infestan” las economías más prósperas y acaparan todas las ayudas destinadas a los “verdaderos ciudadanos” de un país, ya no reconocibles por su pasaporte, sino por su carácter nativo, puro y local.

Y es que una vez iniciada la era de las vacas flacas para los trabajadores de los países de alto ingreso, la disposición a ser solidario se ve afectada para quienes no comparten los rasgos considerados típicos de la identidad nacional. Y no se les considera verdaderos ciudadanos a los hijos del cosmopolitismo, ya que supuestamente no han construido ni aportado a las naciones que generan la enorme prosperidad material que hoy roban.

Dicen que la identidad se comparte con alguien que posee rasgos que consideramos como propios. No puede haber identificación total pues cada individuo es único y exhibe sus propias características. Pero incluso con quienes no compartimos lengua, nacionalidad, o religión, tenemos en común, como otrora dijera JFK: “todos atesoramos el futuro de nuestros hijos”.

Tal vez el nivel más monstruoso de esta andanada identitaria se encuentra en la negación de la ciudadanía, frontal o disfrazada. Nacer en suelo de un país no garantiza ser natural de allí, dejando en el limbo a millones de personas que quedan vulnerables y permanentemente desaventajadas frente a trabajadores que sí pueden obtener un trabajo, buscar residencia y gozar de las ayudas sociales.

No sabemos para dónde va esta corriente mundial. Pero la deshumanización del migrante, basada en argumentos de identidad y de una legalidad cada vez más sesgada, solo esconde la xenofobia que dormitó durante décadas y que desvergonzada salió al aire, aprovechando la frustración de los trabajadores frente a las dificultades económicas.

Así se repite la maldición del siglo XX, en el que la mayor amenaza a la globalización y el liberalismo económico no provino del socialismo, sino del nacionalismo.

¿Será que la solidaridad podrá salvarnos?

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