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Un extenso sector de la sociedad colombiana ha insistido en elevar al cura Francisco de Roux a la categoría de apóstol de la paz, viendo en él a un infatigable protector de los más vulnerables y a un impoluto arquitecto de puentes en medio de un país en ruinas. No obstante, para ver con claridad la dimensión de su figura, es necesario romper el cristal de la mera apariencia y sumergirse en su complejidad y en sus contradicciones, en sus cumbres elevadas y la profundidad de sus abismos.
Nadie tiene tanta necesidad de redención como el que peca, y este parece ser el cariz existencial del cura De Roux. Su vida pública aparece llena de cuestionamientos, los cuales, sin embargo, viven un extraño destino: al instante mismo de su surgimiento, son silenciados en la opinión pública, como si algún sortilegio impidiera que se hablara de Francisco, del hombre, y no del santo ultramundano que habita en la fantasía de algunos.
Una de las facetas más polémicas del cura aparece ligada a la metodología y a los resultados de la Comisión de la Verdad, la cual lideró. De Roux tuvo un enfoque selectivo que llevó a parcializar la compleja historia de nuestro conflicto armado, ensalzando unos dolores mientras silenciaba otros. La Comisión de la Verdad, lejos de mantener una mínima ecuanimidad, concentró su lupa en las violaciones perpetradas por el Estado y sus fuerzas de seguridad, y relegó a un segundo plano, o mejor, relativizó e incluso justificó tácitamente las atrocidades de grupos narcoterroristas como las FARC.
Aún más punzante es el cuestionamiento que recientemente, gracias a la investigación de distintos periodistas, ha recaído sobre De Roux en cuanto a su gestión en casos de abuso sexual al interior de la Iglesia. Aunque ha negado encubrir estos abusos, su presunta omisión al no denunciar ante las autoridades civiles prácticas tan execrables en los que estaba en posición de intervenir es una falta imperdonable, pues este silencio muestra su incapacidad, o su complicidad, a la hora de discernir entre las exigencias de la justicia humana y las normas de su secta jesuita. Una contradicción que pone de manifiesto cómo Francisco no sólo es un ser humano como cualquier otro, con sus inclinaciones y flaquezas, sino también un militante de lo que Freud llamaría una “masa artificial”, la cual se rige por sus propias reglas, permitiéndose un fuero en el que tal vez el cura se siente por encima de la justicia y las instituciones civiles.
El periplo vital de Francisco de Roux deja también mucho qué desear, sobre todo en la eficacia de sus iniciativas. Años de simbolismos y esfuerzos de reconciliación no han logrado acercar un solo milímetro a Colombia hacia una paz con justicia y verdad. Por eso es natural que, desde distintas orillas del país político, muchos piensen que su enfoque ha sido demasiado complaciente con el crimen, que ha privilegiado el diálogo como subterfugio de claudicación, sin confrontar las raíces del conflicto: la corrupción y la persistencia de ideologías que han servido únicamente para encubrir el afán de riqueza de los señores de la guerra.
En una columna reciente, anotaba Jorge Giraldo que Francisco de Roux era demasiado bueno para Colombia. Craso error encumbrar así a una persona, pues como bien lo dijo Nietzsche: “Todos los ideales son peligrosos, porque rebajan y difaman lo real”. Y lo cierto es que Francisco, como todo mortal, tiene sus limitaciones, sus errores y sus contradicciones. Idealizar a alguien hasta el punto de la santificación no solo es injusto con el sujeto singular, sino que crea también una ceguera colectiva que impide juzgar con objetividad decisiones o acciones que requieren de análisis crítico y no de la ciega fe del carbonero.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/julian-vasquez/