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Más arriba del miradero estaba un árbol que para mí siempre había sido famoso por su contraste con el resto del paisaje. Ni siquiera por su color, que era un verde medio pastel que se lograba camuflar con el resto, sino por su olor. Era un árbol de eucalipto que siempre nos dejaba hojas alrededor de su tronco para que las cogiéramos y oliéramos su mentol que arde en las fosas nasales. Cogí unas tres o cuatro y en vez de llevármelas a la nariz, las froté sobre todas mis manos. Quería volverme parte del olor también. Después de unos veinte segundos de concentración absoluta, me llevé mis yemas a la nariz y me dejé transportar por el poder de los olores.
Volví a las tardes amarillas antes del divorcio de mis padres en la casa campestre donde vivimos nuestra última época juntos antes de que la vida, porque es casi siempre ella, nos separara. La casa quedaba en un condominio cuyas calles estaban adornadas de lado a lado con tuyas. Sus ramitas eran tiernas, ásperas y un poquito chuzudas. Pero en esas tardes de familia, cuando después del colegio me iba a explorar el mundo silvestre que encapsulaba el alambrado de seguridad, lo que más me gustaba era coger las ramitas de las tuyas y deshacerlas en mis dedos para que su olor se quedara conmigo. Las olía, y me iba a hacer cosas de niños. Tirarme por las lomas en bicicleta, caminar la quebrada que lindaba nuestro lote, entrometerme en los jardines de los vecinos por pasadizos desconocidos, chutar un balón de fútbol a la primera pared que me encontrara, lo que fuera. Pero siempre, en todos esos momentos, me aseguraba de cargar el olor de seguridad de las tuyas en mis yemas. Ese olor que me devolvía de los mundos de mis juegos a esas calles anchas que me llevarían a mi familia cuando yo quisiera.
Estos dos olores, verdosos y frescos poseen todavía para mí un olor a seguridad y pasado. Uno me devuelve a este sendero que ahora habito y el otro me devuelve a una vida a la que nunca volveré a tener. Después del divorcio de mis papás, nunca volvimos a vivir en casas. Dejamos nuestro condominio silvestre y ocupamos e hicimos nuestro hogar en las alturas de los edificios. Por muchos años, mientras me adaptaba y encontraba nostalgias futuras en el principio de mi adolescencia, olvidé el olor de las tuyas. Fue una coincidencia que me llevó otra vez a ellas.
Mi primer amor vivía en ese mismo condominio campestre de las tuyas. Fui volviendo más y más mientras nuestro amor crecía, y en una caminada en una de las mismas tardes amarillas volví a deshacer en mis dedos, unos ocho años después, una ramita. Sin saber el poder que iba a invocar, lo acerqué a mi nariz, y antes de que me enterara, estaba llorando por un pasado que se había ido demasiado rápido. Porque, aunque la vida sea fantástica, todos los hijos de divorcio siempre añorarán las mañanas de domingo con su familia completa, a pesar de que siempre he admitido que un cambio era necesario en la vida de todos y que, probablemente, ese cambio se manifestaba de mejor manera en un divorcio. Hacer parte de un núcleo familiar unido se siente como participar en un batallón que avanza frente las dificultades de la vida; te asegura que, aunque te vayas lejos, aunque la vida te separe, todavía van a estar ahí las dos personas más importantes de tu vida, juntas, para recibirte con un desayuno en un domingo empiyamado. Mis domingos están en el olor de las tuyas.
Ya habían pasado unos 40 minutos desde que había arrancado a caminar y el sol pasaba de un brillo claro a la ternura del final de las 5 de la tarde. Sabía que me tenía que ir devolviendo porque no había traído chaqueta, y sin sol, para nosotros, criaturas ecuatoriales, los 12 grados de la noche se sienten peor que cualquier nevada siberiana. Vi que una de mis botas estaba desamarrada y volvía a apretarla antes de empezar el camino en bajada que me traería a la finca, y a la arepa de chócolo que me comería al volver.
Solté el eucalipto, le pegué un golpe al tronco, marcando mi paso para que supiera que no lo había olvidado, y empecé a bajar. Ya no recordaba mi vida como lo había hecho en la subida. Me preocupé por el día que se acercaba mañana; de cuánta gasolina tenía en el carro para bajar a Medellín; de si tenía plata para el peaje o me tocaba parar en algún cajero; de la reunión que tenía con uno de mis compañeros por la tarde para repasar una presentación que teníamos la semana de arriba; del almuerzo que tenía con mi papá y mi hermana el sábado; todo lo que se venía y nada de lo que ya había venido.
Pasé por la quebrada otra vez y no distinguí el camino Zeta en la montaña detrás de ella. Pensé que era el gris, que ya abrigaba todo el paisaje, que me lo había escondido. Secretamente, sabía que el tiempo se lo había llevado. Subí la última loma que lleva hasta la casa. Ojeé el acantilado, bajo la última luz del día, del que me tiraba en los sacos de cuido con mis primos en la infancia. Llegué a la casa. No había humo alrededor del sombrerete ni luces prendidas. Estaba ella sola, como ha pasado la mayoría del tiempo en su existencia.
Le grité a Gloriecita y don Emel para que supieran que había llegado. Entré, me puse el primer buso que vi para curar el frío que ya me había regalado un par de escalofríos y me senté a preparar mi arepa. Desaté las botas y las puse en el mismo lugar en que las encontré, con el mismo cuidado que las había cogido. Ya no pensé en mi abuelo. Fui abandonando el aire de nostalgia que llevaba respirando la última hora sin darme mucha cuenta. Me refugié en la cueva, donde ya estaba mi cambuche listo, y me puse a elegir la película que me iba a acompañar esa noche. Cogí mi celular, vi los 24 mensajes que me esperaban, me senté y me puse a responder. Olvidé la caminata, y volví a mi vida, ausente de las nieves de Ámsterdam, las destapadas, las represas a quebradas, los olores de los tuyos y las hojas de eucalipto y los troncos de los eucaliptos. Y empezó la cuenta regresiva hasta mi próxima nostalgia: o sea, hasta mi próxima caminata.