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Juan Felipe Gaviria

Los cuentos casi siempre son reales

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Salí del cuarto después de una pereza gloriosa. Llevaba tirado en la penumbra unas dos horas, distraído en una producción de dopamina que anestesiaba el tedio diario y me permitía olvidar mis obligaciones pendientes. Este consumo voraz de contenido inútil, fútil, pero adormecedor y placentero, es común hoy en día. Escogemos, muchos, y casi sin consciencia ni sabiendo muy bien porqué, usar nuestro free-time así. Pero, después de un abuso tan sinvergüenza, casi siempre me queda un regusto de culpabilidad. Cuando vuelvo a la plena consciencia, alejado de la hipnotización de las micro-dosis de placer que nos regalan los trinos en twitter o las burbujas rosas y verdes de Instagram, me invade una obligación a engancharme en una actividad más profunda. Quizá menos cortoplacista. Y, que me deje, como mínimo una historia para contar. Porque si el supervisor celestial (que probablemente sea la misma consciencia) me obligara a dibujar un resumen formal de lo queé aprendí, o, si es más benevolente, sobre lo que consumí en esas dos horas de locha jubilosa y pasiva, no podría poner la primera palabra en papel.

Me acerqué a las botas marrones marca Timberland que había heredado de mi abuelo. Yo era el único de la familia que compartía con él la hipertrofia en nuestras patas. Portábamos una impresionante talla 46. Siempre, desde que cargo el sentimiento de “ ser grande”, fue un problema encontrar calzado para mí. En mi adolescencia, cuando mis papás empezaban a soñar el próximo viaje, fuera al caribe, a la Sierra Nevada, o a la jungla andina, también entraban en la discusión sobre dónde encontrarían los zapatos que permitirían que me uniera a la aventura. Alguno de los dos, mientras discutían las compras necesarias para equipar a mis hermanos y a mí para las buceadas, caminatas, acampadas o escaladas, recordaba la solución de momento al desafío de calzarme, “Acuérdate que Manuela se va de paseo para Miami en semana santa, se lo encargamos a ella cuando vaya de shopping”. Porque cuando se va a Estados Unidos no se va de compras. Se va de shopping.

Pero esas botas no las importó una tía en un viaje a Estados Unidos. Las había comprado mi abuelo en su primer viaje laboral. Trabajaba entonces en ingeniería hidráulica y lo habían mandado a una reunión con los reyes indiscutidos del control del agua:, los holandeses. A pesar de haber sido inundados por el blitzkrieg de los Nazis, habían librado, por siglos y con mucho éxito, una guerra sin precedentes contra la invasión del agua. Lo mandaron en el infortunado mes de febrero, donde Europa, y sobre todo esa región del norte central, parece estar cubierto por una capa impermeable de nubes donde el único color -y actitud- permitido es el gris. Él, acostumbrado al clima ecuatorial y al hecho de que solo conocía al viejo continente en verano -ya que los diciembres antioqueños son para estar en familia, escuchar música popular, y comer buñuelos y natilla-, iba poco preparado contra la tenacidad del invierno. Mi abuela lo había vestido con una atrevida chaqueta de cuero roja que él nunca se hubiera puesto solo. Lo único adaptable que llevaba, era una gruesa chaqueta negra, atiborrada en la maleta, de buena marca, para aplacar el frío del diario. Los guantes, que quería llevar en el bolsillo, se le quedaron en la mesa de noche cuando salió distraído por los besos y buenos deseos que le daban todos en la casa. Ese sería el calor que más extrañaría durante sus dos semanas debajo del nivel del mar. Por otro lado, al escondido de mi abuela había decidido dejar la bufanda beige porque le parecía que era demasiado opulenta para su simplicidad nata.

Pocas horas después de aterrizar de su conexión desde Madrid, el cielo había decidido consagrar la llegada de mi abuelo con una nevada en Ámsterdam. Suceso que solo se daba cada 3 o 4 años. Era tal la nieve, que la capital de las bicicletas se vio despojada de su método insignia de transporte. Las pedaleadas perdían la batalla contra los centímetros de nieve apilada. Mi abuelo se había bajado del avión con unos tímidos mocasines, recién embetunados en el aeropuerto, que fracasaron en insular a sus enormes pies contra el frío pegajoso de la ciudad. 

Subiendo al hotel, al dar solo unos pasos, la nieve, en ese cruel frío líquido que riega cuando toca la piel humana, había dejado sus medias empapadas y sus pies entumecidos. Fue ahí que se dio cuenta que sobrevivir esa semana sería inconcebible a menos que encontrara una protección adecuada para evitar que la nieve se colara en sus pasos al deslizarse sobre ese barro blanco que es admirado por los que lo ven poco pero casi siempre odiado por los que tienen que convivir con él.

Fue ahí donde, al salir de su primera reunión, encontró las Timberland. Estaban exhibidas en una vitrina por waterlooplein, cerca de las oficinas municipales. Los breves pasos entre su salida y las tiendas ya lo habían convencido de que los primeros zapatos que parecieran adecuados para acabar con su sufrimiento serían los indicados. Entró a la tienda, y, ya que en Holanda ser talla 46 no es anómalo porque es una tierra de gigantes, logró encontrar el par de botas en su talla, color marrón oscuro, con suela alta, bota larga y lo suficientemente simples para convencerlo que no estaba traicionando su modestia. Las compró con un humilde efectivo que cargaba. A un precio razonable pero no barato.

Y lo que se usaron esas botas…Aunque pocas veces se enfrentaron a los climas inhóspitos para los que estaban diseñadas, siempre fueron las favoritas de mi abuelo cuando caminábamos por las carreteras destapadas del oriente antioqueño. Las lucía, y, cuando le preguntaban que dónde las había conseguido, su respuesta era siempre igual: “son holandesas, acá no se consiguen”. Lo decía con un tono de orgullo oculto. Lo escondía mostrando una frustración empática con el inquisidor. Nunca mencionaba, ni creo que sabía, que Timberland es una compañía gringa.

Me senté en el ladrillo frío de la finca para vestirme las botas. Hoy, mi protesta contra mi indulgencia tecnológica sería una caminata por el bosque del oriente antioqueño detrás de la finca familiar. Había subido desde Medellín el jueves ya que este semestre no tenía clase los viernes y no había nada que me hiciera más feliz que cobijarme en el frío de la montaña. No había nadie más que los mayordomos y yo. 

Vivimos en una época, y me duele decirlo, donde la unidad familiar parece haberse erosionado. Los nietos ya todos nos crecimos y hemos dado respuesta a la pregunta de ¿por qué mi papá nunca ve a sus primos? Es porque la juventud los une para que después la vejez los separe. A pesar de ser de sangre cercana, los primos parecen no ser lo suficientemente esenciales para ganarle a la carencia de tiempo que va atracando la adultez. Si mucho para esa feliz reunión anual que promete la navidad. Y eso que esas también, estoy seguro, terminarán tarde que temprano.

La muerte de mi abuelo no solo me había dejado estas botas, literalmente, a mis pies. También había envuelto a la familia en un espiral de incertidumbre. De inacción, si se quiere. Habíamos perdido a nuestro sol que nos decía dónde, cómo y qué tan rápido orbitar. 

La libertad, como pueden acertar los adultos, es mucho mejor en deseo que en práctica. Sobre todo, al estar recién adquirida. Se parece algo al sentimiento de llegar de un largo paseo en Cartagena: dos semanas en la costa son de actividad fija, camisetas al aire, planes diarios, sudor constante y cerveza siempre al alcance de la mano. Son también de conmoción por cada almuerzo, algunos acompañados por el crujido orquestal de patacones, la lucha precavida contra las espinas del pescado frito y los refrescos de la Kola Román cuyo vaso suda igual al resto de los comensales. Algunos otros, son protegidos por el frío artificial de un nuevo restaurante en el centro (no la ciudad vieja como dicen los cachacos). Esos que te visten de camisa de botones de tela floja y bermudas para después traicionarte con un aire acondicionado antártico, algo que parece mandato de la alcaldía en todos los restaurantes de Cartagena.

Esos paseos le regalan a uno una rutina automática, el cuerpo sabe muy bien qué hacer cuando está paseando. No tenemos que pensar sobre ir a la playa ¡claro que vamos a ir a la playa para eso estamos paseando! Aún cuando estamos en plan retorno, seguimos las instrucciones que demandan los horarios. Empacamos apurados en la mañana, conversamos en la sala de espera, cogemos el avión, buscamos taxi al llegar al aeropuerto y dejamos a la familia en orden de la ruta.

La libertad se parece mucho a ese llegado a casa, sobre todo cuando se vive solo. En ese momento, cuando se cierra la puerta, se aísla el aire y habla el silencio. Parado, con la luz mortal del portal encima, de noche, en soledad. Ahora te toca decidir qué sigue. Mi familia, después de su muerte, parecía haber permanecido bajo esa luz, todavía viendo a ver qué se iba a hacer.

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