“Tú no puedes imaginarte de lo que es capaz un hombre, de lo que pueden hacer el odio y el rencor cuando los han alimentado bien…”
El hombre que amaba los perros. Leonardo Padura.
A Miguel Uribe le mataron la mamá cuando tenía cuatro años. Hay un video de él enviándole un mensaje cuando ella estaba secuestrada: “Te estoy esperando… para jugar contigo”. Que a uno le arrebaten a la mamá, lo más importante de la vida, que suceda con violencia y quedarse esperándola cuando apenas se está descubriendo lo que es vivir, tiene que ser un detonador de algo muy potente. En principio, no sé cómo se repone uno de eso, es decir, cómo se levanta para seguir, porque no creo que nadie se recupere plenamente. Y hay formas de levantarse. Se puede dejar de creer en todo. Se puede abrazar la tristeza para siempre. O la rabia. Se puede dejar de soñar porque para qué soñar en un mundo capaz de arrebatar una madre con sangre. Él se levantó para, desde su visión de la vida, muy distinta a la mía, intentar contribuir a esa misma sociedad que lo apuñaló en su niñez, corriendo los riesgos que se corren en los pueblos adictos a la violencia: caer en el círculo del infierno. No quiero ni pensar en el ácido que hubiera recorrido las venas de esa madre si mirando a su niño de cuatro años hubiera sabido que dentro de treinta y cuatro lo iban a matar también. Que habían caído en el círculo.
Como hablamos de Colombia, hay muchas —demasiadas— madres rotas por la pérdida violenta de sus hijos. Solo que la mayoría no se ven. La mayoría no le duelen a casi nadie. La periodista Ana Cristina Restrepo publicó hace unos días una columna desgarradora llamada Inocencia, sobre el caso de Julio Alberto, un chico con problemas de salud mental que a sus veintisiete años, en 2001, fue señalado de un delito que no cometió y después identificado como un falso positivo judicial, tras lo cual su familia, en busca de algo de tranquilidad, se mudó la Comuna 13, en donde, como cuenta Ana Cristina, el chico salía poco, casi que solo para “pasear a Pelusa, su perro”. Pero en 2002 desapareció (Operación Orión) y solo en 2024 —¡22 años después!— su cuerpo fue hallado en La Escombrera con dos tiros en la cabeza. Dos veces “falso positivo”, dice Ana Cristina. Y la espera como condena.
Pero es que nunca nos vamos a poder imaginar ninguno de esos dolores de los que opinamos con tanta ligereza. Lo único que produce la violencia son heridas, sangre derramada por fuera y por dentro, los círculos del infierno que se van tragando a una sociedad cuando la enceguecen el odio y el rencor. «Cuando la justicia se expresa como venganza, y la sentencia, como turba, el pueblo retrocede a una animalidad furiosa que destruye la idea misma de comunidad. Incluso aunque el tiranicidio parezca moral. No hay luz ni razón en la violencia: todo el que la prueba se pierde», escribe Sergio del Molino.
Por eso un caso tan visible y doloroso como el de Miguel —increíblemente aprovechado por personas como cierto expresidente para generar más odio—, que deja a un hijo de cuatro años, a una esposa destrozada, a un padre al que hace treinta y cuatro años le mataron también a su pareja, tiene que ser un símbolo, una prueba sangrante de los resultados de la violencia como medio para cualquier cosa. Convivir con el diferente es la única manera de existir fuera de los círculos del infierno. Escribió Virginie Despentes en Teoría King Kong: “Mi poder no reposará nunca sobre la sumisión de la otra mitad de la humanidad”.
Que lo atroz no sea herramienta para fabricar más atrocidad ni menospreciar otros dolores. Lo que necesitamos es que duela igual, no pensar a partir de los que menos y los que más, de esta mitad y la otra, de venganzas que acaban con todos porque destruyen el alma común.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/