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Amalia Uribe

Lo que hay afuera

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Hay una sensación que me persigue: la de no ser nunca suficiente. Me vuelvo como una gata que se busca la cola. Hay algo que es mío pero que no me pertenece, o existe algo dentro de mí que no encuentro. Es una falta. Pero no es un vacío, no es un hueco en el que no hay nada. Es algo que está afuera, inalcanzable. Y es de forma inasible.

Es también un pálpito que me despierta algunas noches, casi siempre de madrugada, y me hace pensar que la vida no tiene un sentido, pero que es precisamente esa falta de sentido lo que la hace tan humana, tan real, tan fantasmal. La noción de que somos todo y no somos nada. De que albergamos el mundo en nosotros y también estamos en él sin razón. Él nos contiene a nosotros sin saberlo. Somos mucho más pequeños que todo lo que existe, y aunque seamos un todo, seguimos siendo minúsculos en el universo.

Es como andar a la deriva, aunque creamos que no, que hay algo que nos ata. No hay nada que nos ate realmente a este planeta, porque en unos años, cuando desaparezca nuestra especie, el mundo no recordará quiénes lo habitaban. Es solo ahora, en este lapso ínfimo para un planeta, este instante en que vivimos, con todo lo que vemos y escuchamos y sentimos y olemos, el que nos mantiene aquí existiendo.

“Nuestro sol, el Sol. Todo lo que hay es él. Todo lo que sentimos que nos falta es él. Todo lo que basta es él. Y lo demasiado también es él”, escribió Carolina Sanín hace unos días en su cuenta de Twitter, y me hizo pensar en esta concepción de la ausencia y de la presencia, de lo que hay afuera y se siente adentro, de la sensación de estar lleno y al mismo tiempo sentirse vacío, de habitar y no habitar. Me recordó esa sensación que me persigue de insuficiencia.

Estamos aquí, pero a lo lejos vemos nuestra más poderosa estrella, la que da vida o puede llevársela; la que alumbra e ilumina y con su fuerza abre las flores, da calor o ausencia de frío, hace que exista un ciclo, uno vital y poderoso, el mismo que trae seres humanos a esta tierra, a una en donde se adora al Sol aunque le cambien el nombre por Dios o Ganesha, por Alá o por Thor.

Por eso hablamos en positivo de él, amamos los días soleados, anunciamos con alegría “Salió el Sol”, porque es la respuesta a lo que hace falta, es el sosiego en ausencia, es el abrazo en la distancia a quién no podemos dárselo al saber que ambos abrazamos la misma estrella. Es la compañía de una soledad inadvertida entre tanta gente, es la luz que entra donde nada más puede hacerlo y reconforta.

El sol guía el pronóstico del tiempo, de uno que inventamos para llenar con algo el desierto que puede llegar a ser la vida. No por solitaria o árida sino por inabarcable, porque es imposible agarrar, conocer, comprender todo.

El Sol es lo inalcanzable, lo que buscamos en la oscuridad, lo que nos llama hacia esa falta desconocida, es la respuesta de esa forma incomprensible que soñamos con poseer, es la cola que se persiguen los gatos. Es el deseo del calor interior, la llama que se apaga y nos abandona. A pesar de la muerte, el Sol continúa existiendo y hace que, de otra forma, nosotros también lo hagamos, al envolvernos en sus cenizas espumosas, y mandar su energía radiactiva para que la vida se preserve, cualquiera que esta sea.

He soñado muchas veces con que voy en una nave espacial llegando al Sol, pero desde muy muy lejos empieza a desintegrarse y la nada se convierte en penumbra, se vuelve un eclipse, como si regresara a la Tierra al despertar. No es un sueño recurrente, pero sí muy vívido. Uno que, como todos, me deja preguntas, una confusión de sentimientos como figuras humanas sin rostros. Recuerdo otra idea que le escuché a Sanín en un taller de escritura que hice hace unos meses con ella: “El tacto es la búsqueda de calor”. Tal vez sea solo eso lo que siempre persigo. Una mano, una cola de gato o de perro, un abrazo pendiente, una voz desde el silencio, una vocación diletante, un sol.

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