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Somos conscientes de que el mundo en el que vivimos tiene problemas, ¿cierto? Y bastantes. También somos conscientes de que queremos hacer algo para cambiarlo, para que las cosas sean mejores, por lo menos para nosotros y los más cercanos. Pero eso no es suficiente.
No es suficiente porque se ha creado una burbuja de comodidad e indiferencia, no porque seamos malos y queramos que le pase lo peor a los otros, sino que nos da miedo involucrarnos, o el reto se ve tan distante y grande, que preferimos quedarnos quietos y callados, pues es más fácil.
También porque nos sentimos incapaces e impotentes ante tanta cosa y porque creemos que lo que hagamos no va a importar mucho, porque no nos afecta directamente y porque la acción de una persona no es tan relevante. Esos problemas tan grandes los tiene que resolver el gobierno, los millonarios, las empresas y sí, los otros.
Y claro, la naturaleza ha sido la gran afectada: millones de árboles arrancados, miles de animales sin hogar y en peligro de desaparecer, agua contaminada, islas monumentales de plástico, químicos y contaminantes por todas partes, calores y fríos extremos, inundaciones, deslizamientos… la lista continúa y todos lo sabemos; ya internet está lleno de eso.
De ahí me surge una pregunta: ¿Hasta cuándo?
Yo creo con firmeza que la relación que tenemos con la naturaleza refleja, en su máxima expresión, lo que somos y lo que podemos llegar a ser como personas: lo mejor y más bello, pero también lo peor y más perverso. Sin embargo, tengo la esperanza de que eso perverso es solo un conjunto de errores y que el verdadero sentir, el verdadero ser humano está representado por la sutileza de la brisa sobre las hojas de los árboles, por el cantar armonioso de las aves y el murmullo perpetuo de las olas. Claro, hay ventarrones, sonidos violentos y huracanes, esos no faltan, pero la esencia permanece. Es por eso que la frase cliché de «después de la tormenta viene la calma» es tremendamente cierta. La rabia y la ira manifiestan gran parte de ese descontento interior, pues esos ataques terminan siendo un canal destructivo que no suelen aportar nada y que sólo terminan en arrepentimiento, dolor y sufrimiento.
La cuestión ahí es que nos estamos acostumbrando a vivir en la tormenta, porque se nos olvidó qué es la calma; se nos olvidó qué es el silencio, la tranquilidad y la paz. Y esa tormenta vive en cada uno, en cada corazón.
Es por eso que lo primero que debemos buscar es darle calma y serenidad a nuestro interior, darle la importancia que merece y comenzar a entender qué es lo verdaderamente esencial. Casi sin esfuerzo adicional, a partir de esa reconexión, es casi inevitable no sentir el vínculo con la naturaleza y con los otros, que se hace más fuerte a medida que elegimos vivirlo. A partir de allí podremos construir un mundo más justo, fraterno y armonioso.
No renunciemos a la calma, aquella que puede sostener el peso que sentimos cada día por todo lo que tenemos que hacer y enfrentar; a todos nos pesa, a todos nos duele, la diferencia es cómo aprendemos a asumir ese dolor y tomar la responsabilidad y el camino que nos corresponde.
Entonces sí, es suficiente.