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Un día distante, cuando crecía en mí una profunda obsesión por el idioma italiano, se me ocurrió estudiar en Europa. Parecía contradecir que ya había decidido cursar derecho y economía en la Universidad de Los Andes. Para mí eso era obvio, no había otra manera de vivir más que irme a la capital a hacer lo que yo sentía que quería en ese entonces. Cómo no hacerlo si allí habían estudiado mis papás y muchos de mis tíos.
Lo de irme fue una idea temerosa, sin mucha profundidad. Un impulso, me atrevería a llamarlo. Lo alimentaba buscando universidades en Italia, imaginándome algún día caminando por la Toscana en los veranos lejos de la academia, sumergiéndome en una cultura que me había enamorado a la distancia con la melodía de su idioma, la riqueza de su cocina, y la belleza de su historia. Pero la vida, ella sola, cogió ese primer pensamiento y de alguna manera lo llevó a un destino diferente: Ámsterdam.
Entregué la tesis esta semana. Un trabajo que absorbió mucho de mi vida durante las últimas semanas y que me inhibió de disfrutar de los placeres simples, inundando casi todos mis momentos con estrés y miedo a la insuficiencia. Pero el miércoles, cuando me senté a entregarla, con más incredulidad que otra cosa, me di cuenta de que, una vez más, la vida había llevado otro de sus caminos hasta el final. Que Ámsterdam, y esta época como ‘universitario’, llegaba a su cierre y lo único que me quedaba por explorar de mis años aquí era una terrible nostalgia por lo que fue y jamás volverá a ser. Aprendí muchas cosas aquí y quizás de lo que menos aprendí fue de economía.
Aprendí a sostener una soledad tranquila. Me levantaba las mañanas de los fines de semana a un silencio profundo en mi apartamento. No había nadie con quién desayunar. No existía una estructura diurna que seguir. Los almuerzos, las caminatas, los planes eran terriblemente intencionados. El ritmo de la vida había que sostenerlo, porque si no, él solo se detenía. Aprendí sobre el devastador poder de la inacción. De que el ser humano se puede recluir en su mundo si no tiene redes que lo llamen. Que la vida muy fácilmente puede pasar de sueño en sueño, sin vivir mucho, a menos que uno tome las riendas.
Aprendí sobre la importancia de sentirse en casa. Del precio de la distancia. De que de muchas maneras podemos moldear nuestro mundo para que quepamos en él. Y, aun así, en la vida hay cosas que nunca serán como lo son en lo que uno siente su hogar: lo que será toda la vida una referencia a lo que todo lo demás se compara.
Aprendí de impulsos que había reprimido la mayor parte de mi vida para mantenerla más simple. Algunas cosas que había alejado de mi accionar por no sufrir las consecuencias de divergir de la mayoría. Me enseñé a aceptar, unas semanas que me sentí extraño al entender lo que llegué a comprender de mi sexualidad. Aprendí que no había nada qué hacer y que, al igual que no había elegido el color de mi pelo, ni mis ojos, ni mi estatura, esta era una de las cosas que venía en este paquete que me regalaron y que hoy hospedo.
Aprendí a llorar solo. A no involucrar a nadie en los sollozos del alma, que a veces hay que sostener desde adentro y no hacia afuera. Aprendí del poder de los silencios, de la innecesidad de contar todo lo que uno piensa o hace. Que la vida, al final, es para uno y para nadie más. Que existe el derecho a tener secretos, y no debería traer un sentimiento de culpabilidad.
Aprendí a extrañar con el alma; a mi hermana, a mis papás, a mis perros, al pasado. Algunas noches, congelado por un invierno que no imaginaba posible, deseaba volver a lo que había sido. A cerrar los ojos para conjurar imágenes de tiempos que parecían de otras vidas. Que me habían robado sin pedirme permiso. Poco a poco, aprendí a convertir la añoranza en una nostalgia parecida a los vallenatos: agridulces, pero deliciosos.
Espero que también haya aprendido a dejarla ir; a pasar la página, a dejar Ámsterdam y lo que fueron los días llenos de bicicletas y amigos aquí. Que vaya a ser capaz, aunque me cueste una que otra lágrima, de seguir adelante buscando mi norte. Sé, y tengo claro, que cuando evoque Ámsterdam en unos años no recordaré esa maldita tesis ni el encierro del primer año por Covid. Recordaré una felicidad juvenil, que se mezcló muchos días con las frustraciones de crecer y dejó, ojalá, un sancocho de recuerdos e historias para siempre.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/