Escuchar artículo

Hubo unos meses en los que corrí más rápido que nunca. Me montaba a la máquina y la energía del cuerpo me respondía al aumentar la velocidad y entonces la aumentaba. Y corría veloz y todo —mis pies, la máquina, la música— sonaba duro, y al final el programa me mostraba mi puesto destacado entre gente que hacía ese mismo recorrido, y se sentía bien. De un momento a otro empecé agotarme con las velocidades medias, incluso con las bajas, de aquellos meses. Me parecía imposible la normalidad inmediatamente anterior. Entonces, temía ese momento de esfuerzo gozoso de correr: anticipaba el agotamiento y me daba pereza, se volvió sufrimiento. Lo padecí de esa manera más tiempo del que hubiera debido e, incluso, llegué a pensar en dejarlo, pues no entendía la rebeldía mediocre de mi cuerpo y tal vez así no fuera suficiente. Por otra razón suspendí el deporte durante varias semanas y tuve una excusa para que el regreso fuera gradual: me subí a la máquina a una velocidad más baja que nunca y corrí despacio. Empecé a perder la pereza, ya no anticipaba sufrimiento, pues el cambio de la quietud al movimiento no era tan radical. Volví a levantarme a correr con ganas y, poco a poco, fui ganando rapidez. Aún no corro como aquellos meses, pero ya no me hace falta, empiezo siempre despacio, saboreando la gradualidad, permitiéndome la calma y a mi cuerpo el ajuste, y siento la alegría de correr más que nunca. Hoy me pregunto por el absurdo de cuando contemplé dejarlo en vez de bajar la velocidad. ¿Acaso alguien me exigía nada? ¿Qué es correr rápido? ¿Cuánto es suficiente? El cuerpo igual se siente volar.

Pensaba que así nos pasamos la vida: recordando momentos en los que trabajamos en tal cosa o nos vimos de tal manera o tuvimos tales relaciones, cuando creemos que fuimos otros, comparando permanentemente y pensando en lo mejor de otros tiempos, demeritando el presente con base en exigencias invisibles que nos hemos inventado e impuesto a partir de no sabemos bien qué. Y mientras tanto se esfuma el tiempo que más adelante añoraremos como un pasado al que daríamos todo por volver.

¿Correr lo más rápido posible hacia dónde? “…y allí en el fondo es donde, en una espiral cada vez más estrecha, nos sorbe la corriente”, escribió Italo Calvino en Las ciudades invisibles. Crecer es entender que la lentitud puede ser mejor para el cuerpo y la mente, que la única velocidad correcta es la que el propio interior sienta justa, en donde la conexión con el presente no se la trague la corriente. Porque la corriente desvanece la vida. Hay gente que vive presentes que penden del hilo de aprobaciones externas, en un movimiento constante que le evite pensar, creyendo que esa es la definición de aprovechar el tiempo que, le han insistido, vale oro. Corren, rompiéndose las rodillas, sin posibilidad de contemplar el paisaje, persiguiendo un valor invisible. Y qué es correr —qué es vivir—, sino llenar el alma día a día de paisaje.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

4.4/5 - (8 votos)

Compartir

Te podría interesar