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“Pero a veces en el momento en que todo nos parece perdido, llega la señal que puede salvarnos; hemos llamado a todas las puertas que no van a ningún sitio, y la única por la que podemos entrar y que habríamos buscado en vano durante cien años, tropezamos con ella sin saberlo y se nos abre”.
El tiempo recobrado. Proust.
Por estos días de pesimismo abundante, de convencimiento anticipado de la catástrofe por parte de tantos, como una nube que persigue a donde quiera que se vaya (como en la Pantera Rosa, diría mi esposo) y que alcanza también a los demás, una sombra de la que no se huye por más que uno se rehúse a verla, invoco ese gran aprendizaje de la adultez: saber a qué recurrir.
No me refiero a nada trascendental —aunque quizás sea lo más trascendental—, sino a la elección del instante presente, a lo que permitimos que lo domine. He aprendido sobre la liberación que existe en la levedad de ese instante, en la conciencia de esa levedad. Miro al cielo, contemplo el árbol en frente, caen sus hojas y florece, ahí siguen sus raíces, respiro, llueve, sale el sol, vuelan los pájaros.
Hace más de diez años llegó un regalo a nuestra vida —porque los regalos son eso que llega sin pedirse—, una labradora dorada con un pecho y un lomo plagados de remolinos adictivos para quienes adoramos acariciar el amor. Llevaba semanas deambulando por un callejón —¿quién elige abandonar así el amor? — y en nosotros encontró un hogar.
En ocasiones son visibles los miedos que le dejó ese pasado que desconocemos, pero casi siempre predominan en ella la ternura, la nobleza, la inteligencia y una paz contagiosa. Me gusta observarla. A veces busca pequeñas cuevas entre los arbustos y permanece allí durante horas, y a veces se acuesta en un cerrito de frente al paisaje, su lomo dorado y crespo bajo el cielo, como si supiera que nada más importa en el mundo.
Esos momentos me llenan de esperanza. Ella, contemplando deliberadamente la belleza desde una conciencia que me está vetada pero que intuyo, es mi paisaje. Es lo que grabo en mi mente y a lo que recurro cuando en los seres humanos predomina la oscuridad a pesar de la omnipresencia del sol. Cuando no está conmigo con frecuencia busco su imagen en mi mente, porque la mente sirve también para viajar a alguna tranquilidad conocida que alivie el presente.
Es una pena que el ser humano insista tanto en el pesimismo, que equivale casi a perderse a propósito. Sin duda, el mundo preocupa, el mal duele, produce miedo, la incertidumbre asusta, pero veo a mi alrededor personas que han pintado de negro sus ventanas, que se repiten minuto a minuto la tragedia que está por venir, y dejan así de vivir el día de hoy, rebosante de oportunidad. A cada señal que reciben de que dicha catástrofe no va a ocurrir, corren a buscar —y a difundir—, venga de donde venga, la confirmación de lo contrario. Pareciera que prefieren tener la razón a toda costa, así la razón signifique su propia destrucción.
No es nada fácil convivir con eso. Por más que uno persista en la mirada limpia, en las posibilidades del día presente, los vaticinadores del caos se vuelven ensordecedores. Por eso recurro insistentemente a esa bella imagen —y a tantas otras— del lomito dorado contemplando el paisaje. Por eso, como decía el escritor José Andrés Rojo citando la idea de Proust que abre esta columna, “es importante distraerse, para tropezar sin saberlo con lo fundamental”.
Hablo de animales porque en ellos encuentro una combinación maravillosa de levedad y profundidad, de un poder —ese sí deseable— que no reside en la fuerza, la acumulación o en la capacidad o el deseo de dominación o control, sino en la sabiduría natural y la libertad de no saberse bellos ni poderosos, ni analizar el mañana. Ellos sí que viven en el presente, lo disfrutan todo, el miedo es pasajero.
A quienes se han grabado demasiado profundo algún temor que los atormenta, a quienes han pintado de negro sus ventanas, les insisto en el valor de la levedad del instante presente y les dejo esta idea preciosa de Siri Hustvedt en Todo cuanto amé: “Ver equivale a fluir”.